Hasta ese momento yo no había visto a un muerto. Sabía que la gente moría, había escuchado de ancianos que enfermaban y luego eran enterrados en el cementerio a los límites de la ciudad y hasta recuerdo algún velorio en el barrio, adornado el olor a muerto con flores en coronas y el llanto explosivo de los familiares con chistes, tasas de café y galletas dulces; pero conocer la muerte como la conocí ese día, nunca.
Eran las semanas previas al año escolar, un día claro a principios de enero de 1985, los niños nos raspábamos las rodillas en las aceras del barrio y las niñas levantaban polvo saltando a la cuerda, el sol reventaba de calor las láminas de cinc, aún nuevas en los techos y los colores tenían una inocencia primaveral. Recuerdo que estaba frente a mi casa, jugaba con unos carritos de plástico en caminos de tierra hechos con la palma de mi mano, mi madre me había puesto un pañal blanco bañado con queroseno en mi cabeza para matar la plaga de piojos y su olor me mareaba, cuando llegó Mario, mi amigo.
—¿Para qué tenés eso? —me preguntó, señalando el turbante blanco de Kalimán que apestaba mi cabeza.
—Mi mamá me lo puso —comenté, resignado.
Mario acercó su nariz arrugando la cara.
—Apesta —dijo, tapándose la nariz con asco.
Yo encogí los hombros sin responder, ampliando con mi mano unos centímetros el camino de tierra que usaba como pista para mis carros.
—¿Vamos al río? —propuso Mario, viéndome jugar.
—¿A qué? —pregunté, sin levantar la mirada de mis carros de plástico.
—A pescar.
—¿A pescar? Allí no se puede pescar, ese río está muy juco.
—Es lo que quiero ver. ¿Vamos?
—Vamos pues —respondí, no muy convencido.
Me quité el turbante hediondo y lo tiré a un lado de la cuneta frente a mi casa, luego salimos rumbo al río.
Vivíamos en un barrio cerca de la quebrada del Sapo, a pocas cuadras del mercado San Isidro, en las faldas de un cerro de tierra melcochoza y roja, que en los días secos se metía en los agujeros de la nariz y formaba collares de tierra en los pescuezos de los cipotes. Era una de esas urbanizaciones accidentadas que con el tiempo se volvió permanente, de cerros puntiagudos con frágiles casas como burbujas de jabón, desde donde puede verse las calles y avenidas de la rivera del río Choluteca.
Mario y yo atravesamos los callejones estrechos, entre pequeñas casas de cartón, de cocinas de madera pintadas de negro por el tile de los fogones de leña y patios con gallinas flacas que raspaban el suelo y cacareaban asustadas al sentirnos pasar. Bajamos a la quebrada bordeando los cercos, esquivando llantas viejas y bolsas de basura que los vecinos arrojaban a la calle y los perros rompían buscando cualquier desperdicio comestible. Llegamos a orilla de una posa oscura y mal oliente, en donde una delgada niña sacaba agua en una cubeta de plástico rojo, que luego subía a su cabeza para escalar por el cerro hasta su casa.
—Aquí no creo que hayan pescados —dije a Mario, viendo con repugnancia las aguas sucias de la quebrada.
—Pero sí hay, ya vas a ver. —Respondió mi amigo, mientras se quitaba los zapatos y el pantalón para meterse en calzoncillos, con una bolsa trasparente en sus manos.
Mario metió la bolsa al agua moviéndola bajo la superficie. Yo miré al cielo, quizás buscando las líneas blancas de un avión sobre las nubes que comenzaban a agruparse en cúmulos.
—Mirá —dijo al rato mi amigo, sacando la bolsa llena de agua.
—Eso no es un pez —comenté, al acercarme.
—¿Qué es entonces?
—Un renacuajo —dije, viendo al animalito negro moverse en círculos adentro de la bolsa.
—Yo creo que sí es un pez —afirmó Mario, estudiando el renacuajo a contraluz.
No insistí. No me importaba si Mario creía que aquel renacuajo era un pez o un ave subacuática. En silencio me senté junto a la quebrada y vi nuevamente al cielo: las nubes seguían agrupándose augurando tormenta. Al rato Mario se sentó junto a mí, viendo su bolsa llena de agua sucia.
—Este río es un asco —comenté, viendo la bolsa en manos de Marion—. Me da miedo. Creo que algún día nos va a matar a todos.
—Un río es un río —dijo Mario, viendo con atención al renacuajo que se movía adentro de su bolsa.
En ese momento el silencio se irguió sobre el barrio. Era como si el viento desviara su trayectoria llevándose consigo todos los sonidos y dejándonos en un total abandono. Un trozo de lodo se desprendió del cerro, como cuando un glacial se rompe en el polo, arrastrando una melcocha roja que rodó como una cabeza humana hasta el agua oscura. Y sonó un grito. Un grito agudo y corto de mujer, un monosílabo comprimido.
—¿Qué fue eso? —preguntó Mario.
—No lo sé —respondí, poniéndome de pie y estirando el cuello.
—Es una chava —dijo.
En su mano Mario sostenía la bolsa plástica con el renacuajo. Se acercó al lugar de dónde venía el grito.
—No, perate —rogué, con miedo.
Y otro grito volvió a romper el aire hasta nosotros: ese fue corto, como asfixiado.
Con Mario nos miramos brevemente. Él reconoció el miedo en mis ojos. Sin decir una palabra avanzó, yo lo seguí. En la esquina el trozo rojo del cerro aún caía sobre la quebrada.
Allí los vimos.
Mi primer pensamiento fue que estaban jugando, con Mario habíamos ido varias veces al río a ver a las parejas besarse y los habíamos visto juguetear. Era frecuente que los besos se extendieran al sexo y más de alguna ocasión nos insultaron al descubrirnos espiando. «Cipotes pícaros ya los voy a agarrar a pija» —nos gritaban, cuando salíamos corriendo al descubrirnos fisgones. Pero esa vez era distinto. Ella era una chica como de 17 años, con uniforme del colegio, y él un hombre mayor. La chica intentaba soltarse del hombre y éste la sostenía con fuerza. Vi cómo con una mano el hombre levantó la falda con intención de penetrarla mientras con la otra tapaba la boca de la joven para silenciar sus gritos. Ella pataleaba, se defendía con todas sus fuerzas.
—Es Katie... —murmuró Mario.
El hombre seguía forcejeando con Katie, que se defendía con valentía; en algún momento ella mordió la mejilla del sátiro y éste gritó enfurecido, golpeándole en la cara con una piedra que tomó de la quebrada. Katie relajó su cuerpo de inmediato, el hombre vio su mano llena de sangre y como una fiera comenzó a golpear con la piedra el rostro de la joven que ya no respondía.
Yo estaba petrificado, no sabía si gritar o correr.
La primera piedra pegó en la espalda del hombre y me sorprendió. El sujeto se detuvo y nos volteó a ver. Mario se había incorporado y arrojaba más piedras sobre el atacante de Katie, cuando éste intentó acercarse a nosotros, Mario le pegó en la cabeza. De inmediato procedí a ayudarle y comencé también a tirar piedras. Eran tantas, que él apenas podía esquivarlas. Enfurecido, logró llegar hasta nosotros y salimos corriendo.
—¡Los voy a matar hijos de puta! —nos gritó.
Corrimos tan rápido como pudimos. Yo iba envuelto en lodo y sudor, lleno de pánico. Mario andaba descalzo y en calzoncillos. Cuando llegamos a una distancia que creímos segura, nos detuvimos. Me agaché buscando recuperar las fuerzas y Mario se quedó de pie con el rostro descompuesto por el miedo. Vi sus pies que sangraban.
—Es el Pacha —dijo Mario.
—¿Quién? —pregunté con la respiración cortada.
—Pacha, el viejo que vive por la pulpería.
Yo asentí con la cabeza aunque nunca lo había visto.
—Vámonos —dijo Mario—, tenemos que avisar a alguien.
Cuando intenté reiniciar el camino, sentí una fuerza que me tomaba de la camisa, arrojándome al suelo. Era el Pacha que nos había alcanzado, iba mojado y su rostro sangraba por la mordida en la mejilla; con la mano arrojó a Mario contra la pared. Mario intentó correr, pero el Pacha le puso una zancadilla haciéndolo caer de bruces.
Yo aproveché que mi atacante me había soltado para levantarme y salir corriendo. Me detuve a unos 20 metros de él y vi que tenía a Mario contra la pared. Le hablaba muy cerca de la cara, tomándolo del cuello. Mario tenía miedo, pude verlo en su rostro. Luego de un rato Pacha lo arrojó al suelo y lo patió dos veces. Mi amigo logró escapar y avanzó hacia mí, venía llorando. Al alcanzarme se detuvo y se volteó viendo a Pacha que nos desafiaba en la distancia. Mario cojeaba con un pie lastimado. Lloraba. Pacha me miró y sonrió amenazante, luego se fue rumbo al río.
—¿Qué te dijo? —pregunté cuando llegó.
—Vámonos —ordenó Mario sin detenerse.
—¿Pero, qué te dijo? —insistí.
—Que si decíamos algo nos mataba —respondió Mario, llorando.
No salí de casa por varios días. Escuché por mi madre la noticia que Katie había desaparecido y supe que los vecinos la buscaban. Tuve miedo, no dije nada. Mario tampoco habló, pero la culpa nos comía por dentro. Yo sabía en dónde estaba Katie y no poder decirlo había hecho que perdiera el apetito y el sueño. Mi madre notó el cambio, pero en una vida de tanto ajetreo como la suya, no le dio importancia y lo interpretó como parte del estrés que a todos en el barrio cubría.
Katie era una joven de 17 años, la segunda de tres hijos, el orgullo de su madre. Estaba en su último año de secundaria. Iba a ser la primera en su familia en terminar el colegio y lo haría a tiempo completo, con todo el sacrificio que eso trae. Yo la conocía, la miraba llegar cada tarde, siempre sonriente, como quien conoce el lugar en donde se guarda un tesoro.
Cuando llegó la madre de Katie del cementerio en dónde trabajaba vendiendo flores, descubrió que su hija no había regresado del colegio. Se preocupó, como cualquier madre lo haría. Llamó al novio de su hija, llamó a sus amigas, a los profesores del colegio y nadie daba razón de la jovencita.
Hasta que un día alguien la encontró. Era un domingo de aire fresco. Un vecino vio la nube de zopilotes formando una aureola negra en la quebrada y dio la alarma.
Todos salieron de su casa y se fueron rumbo al río. Yo no fui. Salí a la calle y me senté en la puerta, esperando inútilmente que fuera otra la persona que encontraron. Pero era Kathy. Al verme, Mario salió de su casa y se sentó junto a mí.
—La encontraron —me dijo.
—Sí —respondí, con la voz entre cortada.
Hubo un momento de silencio. Vi el cielo gris como en una noche de luna llena.
—Está muerta —comentó Mario.
Con la cabeza asentí sin bajar la vista. En el cielo las nubes explotaban en esponjosos cúmulos verticales, formando lo que me pareció un cerbero blanco de 3 cabezas trepando por la torre de un castillo, el monstruo parecía disgregarse en alas que luego se reagruparon en tres horrorosas ancianas con un ojo oscuro al centro del cielo.
—¿Qué querés de regalo para navidad? —pregunté a Mario con una paz inédita.
—¿Navidad? Pero si apenas estamos en febrero —respondió Mario.
—¿Qué querés para navidad? —Volví a preguntar, ignorando su sorpresa.
—No se, un transformer —me dijo—, ¿y vos?...
Estuvimos allí un buen rato, yo mirando al cielo, él mirando al suelo. Nuestros vecinos comenzaban a regresar de la quebrada con la noticia del hallazgo de la joven y nosotros no hablábamos. Temíamos que nuestras voz delatara el dolor que nos comía.
—Tengo que irme —comentó Mario al levantarse.
—¿A dónde vas? —quise saber.
Mario no respondió, me vio, como viendo a través de mi piel y luego sacó de su bolsillo dos carros de juguete. Los estudió por un momento y me los extendió.
—Tené —me dijo mientras me los pasaba.
—¿Y esto, para qué?
—Navidad —respondió.
Yo simplemente encogí los hombros y tomé los juguetes. Mario arrugó la boca y luego se fue.
Los carros que me regaló Mario eran de un metal frágil de color verde, con la base de un plástico negro que decía Made in China; adentro los asientos eran blancos y cuando metía el dedo podía mover el pequeño timón del vehículo.
Por un momento olvidé todo y me sentí adentro de aquel juguete, paseaba por una ciudad grande y extraña, de edificios altos y cuadrados con calles grises, repletas de gente vestida de negro. Hasta que los gritos de doña Rita —la madre de Mario— me sacaron de mi ensueño. Me levanté y sentí el extraño movimiento de todos en el barrio. Los vecinos comenzaron a salir de sus casas preguntándose qué pasaba. Mi madre, que había vuelto de la quebrada y estaba en la cocina, saltó por encima de mí como un caballo alado. Yo la vi pasar y salí corriendo tras de ella.
Entré en la casa de Mario sin que nadie pensara siquiera en detenerme y pasé hasta el baño, en donde los mirones se concentraban envueltos en llanto e impotencia. Los que no estaban en la quebrada cuidando el cuerpo de Katie, entraban a la casa de Mario y luego salían llorando.
Yo conocía a Mario muy bien, jugábamos desde que ambos teníamos cinco años y tenía su rostro grabado en mi memoria. Pasaba en mi casa más que en su propia casa, hablaba conmigo más que con cualquiera en su familia. Pero cuando entré a ese pequeño baño me costó reconocerlo: Mario tenía los labios color violeta y los ojos abiertos.
Todos corrían frente a mi, iban y venían sin notarme. Lloraban, gritaban, maldecían sin entender la decisión de aquel pequeño de once años que tomó una cuerda y se colgó de la regadera del baño.
Mi madre lo sostenía de los pies mientras gritaba que le llevaran un cuchillo para cortar la pequeña cuerda y bajarlo. Mi padrastro había encendido su carro y lo tenía listo para llevar a Mario al hospital.
—Es inútil —dije, con una calma que no conocía—, está muerto.
Nadie me escuchó. Cargaron a mi amigo en brazos ante el llanto de todos y lo subieron a la paila del carro en donde mi madre comenzó a darle respiración boca a boca para revivirlo. Yo vi en la camisa de mi madre una mariposa roja, luego se fueron.
Llovió toda la noche, parecía que el cielo lloraba sin parar. Yo no quería ir al velorio de mi amigo, pero todos estaban allí y sentí que debía hacerlo. Entré a la pequeña casa impregnada con el olor a llanto y flores frescas. Vi el cajón al fondo como un mueble macabro, oscuro y frío. Di la vuelta y salí. Sentía que aquel lugar me asfixiaba.
Dos casas más adelante, estaba el velorio de Katie.
Afuera, un grupo de gente se apilaba. Hablaban de los niños muertos, comentaban las imágenes que aparecieron en los noticieros de esa tarde.
Pacha fingía llorar.
—Dos desgracias en un día, señor —decía, cínicamente.
Cuando llegué al grupo, Pacha me vio. Se puso rígido, sus ojos abiertos y sus labios en una mueca grotesca que intentaban forzar una sonrisa. En un cachete tenía una pequeña venda que cubría la mordida que le hiciera Katie y su barba estaba crecida de varios días. Olía a alcohol y sudor viejo. Yo sentí que olía a muerte.
Di la vuelta y volví a mi casa. Sentía la cabeza explorar de dolor, el pecho comprimido. Por primera vez sabía lo que era el odio. Pensé en tomar un chuchillo y regresar para matar a aquel borracho detestable, allí, frente a todos ensartarle una y otra vez el arma blanca, llenarme de su sangre hedionda para purificar mi culpa, pero no pude. Al llegar a casa caí desmayado por la fiebre que me cocía por dentro.
Y eso k solo leí está parte y me gusto
Buen libro primo espero conseguir uno para poder leerlo soy Raúl estrada hijo de su tío Victor