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Foto del escritorÓscar L. Estrada

Puto

Lo que siempre me fascinó de Will eran esas pequeñas muestras de opulencia: No lavaba calcetines, siempre que los sentía sucios (cada dos o tres días) compraba unos nuevos en el mercado.

Yo compraba calcetines tres veces al año: en navidad, en mi cumpleaños y al inicio del año escolar. Y los usaba remendados y curtidos hasta el final, cuando ya el elástico se había reventado y se salían del ruedo del pantalón cubriendo el zapato.

Comprar calcetines nuevos cada semana era lo más espectacular que yo había visto y era un ejemplo que quería imitar. No calcetines, mi ropa completa sería descartable, de úsese una vez y luego tírese para comprar nueva.

Will tenía siempre dinero en su bolsillo, eso me encantaba. Vivía sólo y no parecía tener padres. Era uno de los mejores bailarines del grupo y estaba conectado con mucha gente.

Ganar el Campeonato Local con el grupo de baile no fue tan difícil como pensábamos, recuerdo que bailamos MC Hammer y Paula Abdul y obtuvimos (como premio) el derecho a competir a nivel nacional en la ciudad de la Ceiba, al norte del país.

Pero lo que debió haber sido razón de alegría se convirtió en angustia para mí: el viaje costaba 300 lempiras por persona, eso incluía el pasaje y la bebida, pues habíamos definido que comeríamos muy poco, dormiríamos en una especie de gimnasio y cada quien se comprometió con pagar sus costos.

Yo sabía que en mi casa era imposible conseguir tanto dinero —menos aún para el baile—, que equivalía casi al salario mensual que recibía mi madre como enfermera auxiliar del Seguro Social.

Y me entristecí por no poder ir de viaje con el grupo.

Ya me miraba yo frente al televisor, viendo canal cinco al momento de transmitir la competencia (que además nunca se transmitió) contándole a mi abuela de los pasos de baile y describiéndole cómo, de haber tenido los 300 lempiras, estaría yo frente a esa pantalla, bailando, que era lo único que quería hacer.

Pero la solución vino de Will.

—Hay formas y formas de hacer dinero —me dijo con malicia.

—¿Cómo así? —quise saber.

—¿Querés ganarte ese dinero rápido?

La respuesta era obvia.

—Puedo presentarte un amigo —dijo luego.

—¿Y qué tengo que hacer?

—Ser amable.

—¿Amable?

—¿Hay un eco acá que repite lo que digo?

—No, es que no sé a qué te referís con «amable».

—Mi amigo te lo va a explicar, vos sólo portate bien —me dijo, golpeándome suavemente el hombro.

Will me presentó a un hombre que le decían Chico. Él era maestro de matemáticas en la carrera de comercio, de unos 35 años, trigueño, de cabello corto, ojos achinados y un cuerpo formado por horas diarias de gimnasio.

Chico tenía un honda civic año 79 que cuidaba como quien cuida a una niña. En el asiento trasero mantenía las tareas y los libros de matemática que usaba para las clases. Vivía en la primera avenida de Comayagüela, en una de esas casas que aún guardan cierta nostalgia por un pasado floreciente entre sus paredes de adobe, ahora descascaradas por el abandono, con puertas altas y patios húmedos que durante las noches de verano se impregnaban por el olor a mierda del río Choluteca.

Yo llegué por la noche a su casa, toqué la puerta y me presenté como quien se presenta a una oferta de trabajo.

—Will me dio su dirección —dije, nervioso.

—¿Cuánto ocupás? —Preguntó Chico sin verme, arreglando un colorido cuadro en la pared.

—300 —respondí tímidamente.

—300 —repitió Chico, mirándome de pies a cabeza, como quien tiene muchas opciones para elegir—, está bien, sí los vales —concluyó después de evaluarme.

Yo guardé silencio y me mantuve inmóvil como una estatua frente a la puerta. Me sentía como un caballo de feria, inspeccionado con la boca abierta por el comprador que conoce de las cualidades del semoviente por el número de sus dientes.

—¿Tenés hambre? —Preguntó Chico.

—No —dije.

—Yo sí, vamos. Quiero que me acompañes a comprar comida.

Fuimos a comprar hamburguesas al Bigos de la segunda avenida. Él intentaba sacar conversación conmigo, yo sólo quería el dinero y largarme.

—O sea que te gusta bailar. —Dijo Chico y no supe si era una pregunta o una afirmación.

—Sí —dije.

—¿Cuanto te gusta?

—No sé, mucho.

—Y ese viaje al que vas, ¿Es muy importante?

—Sí —volví a decir, sin comprender la razón del interrogatorio.

—¿Y qué sos capaz de hacer para ir?

Yo me encogí de hombros, vi alrededor de la mesa del restaurante como buscando a alguien conocido.

—No sé —le respondí—, yo sólo quiero ir.

Chico sonrió, se limpió la boca con la servilleta de papel y me invitó a seguirlo.

—Sos lindo —me dijo, con un tono que debió ser un cumplido pero que yo recibí como una burla.

Ya en la casa me ofreció algo para beber.

—Ron está bien —pedí.

Y mientras servía el ron me ordenó que me desnudara.

—¿Acá? —Pregunté, viendo la sala oscura de la casa.

—¿Por qué no? —dijo—. ¿Acaso hay alguna diferencia en el lugar en donde uno se desnuda?

Yo procedí a desvestirme dejando mis calzones puestos.

Chico se acercó a mi y me entregó el vaso con ron.

—Quítatelo todo —ordenó, besándome el hombro.

Yo tomé el vaso y de un trago vacié su contenido. Luego me quité los calzones quedando completamente desnudo, cubriendo mis genitales con mis manos.

—Sos bien bonito —volvió a decir, como quien aprecia una escultura de Miguel Ángel—. Vení, quiero que me besés —ordenó.

Yo jamás había besado a un hombre, me molestaba ver su bello facial y su aliento a perfume bucal mezclado con hamburguesa y ron con cola me parecía insoportable, pero obedecí. Luego se acostó boca abajo en el sillón de la sala dejando su culo al aire.

—Cogeme —pidió.

Yo me sentía Judie Foster de Taxi Driver. Me acerqué a Chico e intenté hacer lo que me ordenaba.

—No me cojás así nomás cipote —reclamó—, no soy una puta.

Intenté hacerlo como me indicaba, pero mis acciones eran torpes. Lo miraba gemir con los ojos cerrados mientras con su mano se masturbaba. Yo sólo quería escaparme y no volver a verlo.

Luego de un rato Chico se levantó y se metió al baño.

—¿Cuándo te vas de viaje? —Preguntó desde el baño.

—En 3 días —dije mientras me vestía.

Tomé del suelo los pantalones de Chico y busqué en su interior los 300 lempiras que me había ganado. Luego intenté salir sin ser notado.

—¿Te vas sin decir adiós? —preguntó Chico, desnudo desde el umbral de la puerta del baño, secándose con una toalla verde.

—Intento —respondí, apenado, como quien ha sido sorprendido en un delito pequeño.

—Llamame si necesitas más dinero —dijo.

Su mirada me dio lástima. Tomé mi mochila y salí de la casa tratando de olvidarlo todo.

Un día Chico conoció a alguien en un bar. Era un joven de unos 18 años, delgado y guapo —como a Chico le gustaban—. En las noticias el bartender dijo que el joven llegaba allí con regularidad, que ya antes se habían reunido allí con Chico.

Pagaron la cuenta y se fueron juntos.

—Vamos a tu casa —dijo el joven, besando la boca de Chico.

—Vamos —le respondió Chico, emocionado.

En el camino Chico le vio bien, el joven era bonito, con un cuerpo fuerte como de deportista. Tenía el cabello corto y las cejas grandes. El rostro aun lampiño de quién acaba de dejar la adolescencia y las manos gruesas.

Adentro de la casa Chico le ofreció un trago.

—Cualquier cosa está bien —dijo el joven.

Y mientras Chico se volteó para servirlo, el joven se le fue encima ahorcándolo con el alambre de una lámpara de mesa.

Chico se resistió, peleó como una fiera, era un hombre fuerte, pero el joven tenía la ventaja y se prendió a su cuello como un predador se agarra a su presa. Sin soltarlo un segundo, sin aflojar el cordón eléctrico un centímetro, hasta que las fuerzas de Chico se agotaron cayendo al suelo desplomado y sin vida.

Luego el joven abrió la puerta y dejó entrar 3 hombres más. Entre todos buscaron por toda la casa robando cualquier cosa de valor.

En el periódico salió la foto de Chico tendido en el suelo, yo vi la foto de la portada y el encabezado: «Homosexual es asesinado por su amante».

Cuando le conté a Will la noticia del asesinato de Chico, éste le restó importancia.

—Que cagada —dijo.

Y seguimos nuestras vidas.

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