París era el centro del mundo, la Ville lumière que inspiró a los modernistas, cuando en Santiago del nuevo extremo Rubén Darío afinó su pincel y pintó de Azul lasletras castellanas; ahí, donde la prosa hispana respiró el aroma etílico de los simbolistas. París, capital de príncipes, artistas y dictadores.Llegar a París fue como abrir la puerta a un banquete de inagotables sabores, o saltar desnudo a la boca de un volcán vibrante de fuego. Tanta fue nuestra emoción, que parecíamos niños en una confitería. Cambiamos las medidas del tiempo, los minutos se volvieron horas, las horas fueron días intensos: museos, galerías, recitales, bulevares vertiginosos; todo se abrió ante nuestros ojos extasiados, ávidos de urbanidad y cultura.
El doctor Dávila había partido rumbo a Alemania para tratarse un problema de salud y nos dejó en el Hotel Términus, sin más obligaciones que seguir una curiosidad que solo París podía saciar.
Fue también por esos días cuando Molina comenzó uno de sus peores ataques de melancolía. Lo supe una madrugada cuando le vi deambulando entre los pasillos oscuros del hotel: su barba de náufrago itaquiense, sus ojos, un lago de aguas profundas. Un reguero de hojas de papel repletas de borradores de versos y prosas que parecían caer de sus bolsillos, como de los sonrosados dedos de Eros cayó la aurora.
—El poeta sufre —me dijo Turcios, cuando le confesé haber visto a Molina caminar en la oscuridad como un muerto viviente.
—Dice que está escribiendo el prefacio de Annabel Lee —comenté.
—Así me dijo, me pidió nuevamente el manuscrito para leerlo con mayor detalle. Temo que el prólogo será mejor que mi pobre novela.
—No me cabe duda que su trabajo sabrá hacerle honor a su talento —dije—. Además, el doctor Dávila está seguro que París puede curar el mal que agobia al poeta Molina.
—El doctor Dávila no tiene ni idea de lo que es la dipsomanía. Él cree que se cura con la pura voluntad. Por otro lado, Juan Ramón nunca había salido de Honduras. Su mente está allá, entre los pinos y la cresta azul de los cerros, y dudo que París sea tan fuerte como para sacarlo de allí.
—Por lo pronto hay que sacarlo del hotel, no puede pasarse acá todo el tiempo —comenté.
Buscando distraer la mente efervescente de Molina, fuimos al museo de Orsay en la Rue de la Légion d’Honneur, donde entre las obras impresionistas del siglo XIX (Delacroix, Millet, Manet, Pisarro, Cézanne, Van Gogh, Gauguin, Seurat y otros), albergaban una exhibición itinerante de autómatas.Instalado en una antigua estación de tren, el museo componía el más bello mosaico jamás visto por nuestros ojos.
—Es el destino del hombre, imitar a Dios —dijo Turcios.
En un amplio salón en el tercer nivel del museo, estaba la muestra itinerante de los autómatas. Era una serie de dibujos, planos y diagramas de rudimentarios hombres máquina diseñados para los más variados propósitos; desde los dioses construidos para espantar a los supersticiosos en el antiguo Egipto, pasando por las máquinas guerreras de Arquímedes y los sirvientes de Alberto Magno y da Vinci, hasta el maravilloso diseño del reloj elefante de Al-Jazari; un complejo mecanismo animado por seres humanos y animales mecánicos que se movían y marcaban las horas ya distantes del siglo XIII.
Turcios, intrigado con la estructura del artefacto, concentró su atención en los diagramas, imaginando quizá un diseño a escala real que seguro adornaba el salón de algún palacio de Oriente Medio.
—René Descartes tuvo una hija autómata —contó Molina.
—Para Descartes, todo lo que carece de intelecto es autómata. Los animales son autómatas —comentó Turcios—, porque su único fin es sobrevivir y prolongar la estirpe.
—Cogito ergo sum —intervino Molina—. Cuando me refiero a «hija autómata», no hablo de una «cretina de los Alpes», sino de una especie de pieza de relojería que hablaba y se movía de forma independiente. Dicen que, a la muerte de su hija de cinco años, el filósofo decidió reconstruirla: una especie de golem infantil que hacía uso de lo más granado de las ciencias. Al concluir, se unió a ella inseparablemente: le hablaba, le comentaba sus proyectos, consultaba con ella algunos problemas de difícil resolución, e incluso le pedía consejos.
—Bella frontera, diminuta y frágil, entre historia y literatura —dijo Turcios.
—Frágil sí —respondió Molina—, como la realidad en el duermevela... Incapaz de dejarla sola, Descartes llevaba a su hija autómata a todos lados, hasta que, para asistir a una conferencia en Holanda, decidió embarcarse con la pequeña Francine en una caja con forma de ataúd miniatura. Cierta noche, el capitán del barco, un hombre curioso e imprudente, intrigado por el contenido del cofre, forzó la cerradura y descubrió, para su horror, a la pequeña de rostro macilento, levantándose de su ataúd y hablando en un perfecto francés: «Bonjour cher père», dijo la niña. Horrorizado, el supersticioso capitán arrojó a Francine por la borda y mandó a llamar a Descartes, acaso para pedirle explicaciones por aquel invento del demonio. El filósofo, hombre de humor volátil, se abalanzó contra el capitán y le dio muerte, arrojándole luego a las frías aguas nocturnas en donde aún yacen, marino y niña mecánica, acompañando a las caracolas y langostas.
—No hay peor crimen que el de despojar a un hombre de sus fantasías —afirmó Turcios.
En uno de los rincones del museo, una esquina oscura, alejada del tráfico regular de la exhibición, se encontraba una obra que a Molina impresionó sobremanera: un hombrecillo mecánico compuesto por más de 6,000 piezas de minúsculo tamaño llamado «El escritor», diseñado por Pierre Jaquet-Droz, relojero suizo del siglo XVIII.Al principio no nos pareció particularmente especial, no más que una marioneta o una muñeca con rostro de porcelana; tenía la espalda abierta y dejaba ver sus engranajes. Lo contemplamos como se ve un mueble fino o un cuadro, hasta que un joven se acercó a nosotros y nos ofreció activar el autómata girando la perilla de la cuerda.
Un pequeño crujido dejó saber que el autómata iniciaba su actividad. Los ojos muertos del hombrecillo se abrieron y vieron de frente a Molina. Cualquiera hubiera pensado que le reconoció de entre todos los presentes. Su cabeza se inclinó, como contemplando en silencio un adjetivo apropiado. Corrió la mano izquierda hasta una pequeña hoja virgen de papel. La mano derecha, donde pendía una pluma, buscó con una exactitud aterradora, un pequeño frasco de tinta negra. Luego regresó la mano y posó la pluma sobre el papel, iniciando una serie de círculos y líneas.
—¿Qué está escribiendo? —preguntó Molina. El joven guía se acercó y leyó las palabras que el autómataescribió: «Ce petit monde n’existe que dans la mémoire».
—¿Y eso qué quiere decir?
—Este pequeño mundo existe solo en la memoria —tradujo.
Molina guardó silencio. Sus ojos contemplaban los ojos inertes del autómata, que parecía buscar una nueva frase para escribir. Luego repitió los movimientos anteriores: la cabeza inclinada, la mano izquierda sosteniendo la hoja de papel, la derecha buscando el frasco de tinta, la pluma haciendo círculos y líneas.
—Olvida que olvidas todo, y recuerda lo que no recordabas —tradujo el guía.
—Maldita modernidad —dijo Molina, en un arranque de ira—, maldita la filosofía y todos sus elixires, que sin alma las máquinas olvidarán a los hombres, como los hombres olvidaron a los dioses antiguos. Cada vez estoy más convencido que debí haber nacido en los albores de la humanidad, en la aurora del paganismo, en la riente mañana de la Tierra. Entonces hubiera cantado a los dioses inmortales, no ahora, no hoy que todos están muertos.
Comments