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Foto del escritorÓscar L. Estrada

El baile

Nada crecía entre las paredes de mi colegio. Un edificio cuadrado de tres niveles, sin ventanas con vista a la calle y pasillos largos frente a las aulas desde donde se podía ver, en el último piso y sobre el tejado de asbesto del gimnasio, la bóveda de la iglesia Inmaculada Concepción, frente al parque La Libertad. Nada más quedaba a la vista desde allí, ni siquiera el parque —con lo divertida que resulta la vida en sus bancas—; ni siquiera el resto de la iglesia, que como monumento de más de doscientos años nos recuerda la levedad de nuestra vida. Sólo la bóveda, la vieja, carcomida y triste bóveda gris metálico bañada en caca de paloma.

Mi colegio era un templo al aburrimiento, una catedral estéril, en donde maestras petulantes repetían hasta el hastío los libros de textos y amenazaban con castigo a quien usase un color distinto al azul sombrío del uniforme; un termitero oscuro de autoridades soberbias que disfrutaban caminar por los pasillos extendiendo el silencio a sus pasos —como quien irradia un luto mortuorio— y mis compañeros, un grupo de jóvenes profanos que disfrutaban despreciar cualquier indicio de diversidad o el más leve interés por algo que no asemejase el sordo existir de su ignorancia en una conversación.

El colegio me hastiaba. Yo buscaba las formas de escapar de él e inventaba actividades alternas a las clases que me hicieran la vida más soportable. Cualquier cosa, con tal de no estar en clases. En algún momento mis amigos sugirieron que me saliera. Lo cierto es que pude haberlo hecho y quizás a nadie habría importado. Pude haberme ido por el mundo como un Huckleberry Finn y navegar los caminos de una Honduras tan grande como el Mississippi. Pero no lo hice. La alternativa al colegio era trabajar para mi padrastro, ser un obrero mal pagado y triste, o quemar las horas en casa, en una especie de arresto domiciliario, donde el régimen dictatorial que imperaba me cortaba la respiración. Así que preferí seguir en el colegio, buscando cualquier espacio de luz que diera algo de color a mis días en aquel infierno.

Una tarde, al bajar las gradas al primer piso, saliendo de clases de Ciencias Naturales, escuché música. Era Fiesta en América de Chayanne que sonaba desde el gimnasio. Pausaban el tema y rebobinaban el casete, volviendo al punto primero (…) Oye amigo —decía la música— ven a bailar conmigo; el destino, nos abrirá el camino; el destino, no lo podemos evitar (…) Habían voces de instrucciones y pasos como de brincos sobre el cemento de la cancha. Impulsado por la curiosidad decidí acercarme.

Siempre me gustó bailar, me miraba a mí mismo como un buen bailarín, desde cuando de niño comencé a imitar los pasos de mi padrastro, en Aquellos diciembres a donde se emborrachaba y apretaba las nalgas de las vecinas al ritmo de cumbia y merengue. Me gustaban las películas de baile, como Baile caliente, cuando Baby Houseman le dijo a Johnny que le daba miedo todo: «tengo miedo de salir de este cuarto y no volver a sentir en toda mi vida lo que siento estando contigo...»

Al bajar esa tarde al gimnasio y ver al grupo de jóvenes practicar, me quedé fascinado… Un-dos-tres y caían sobre el suelo, levantándose luego, todos, al mismo tiempo. Un-dos-tres, decían, dando una pirueta, media vuelta y cayendo otra vez de rodillas... ¡Era bello!

Durante varios días, en los recesos, iba al gimnasio y me sentaba a verlos. Estudiaba sus movimientos de baile y luego intentaba repetirlos en mi casa.

—¿Qué estas haciendo muchacho? —me preguntó mi abuela al verme revolcar en la sala, con la música de M.C. Hammer a todo volumen y las sillas apiladas en una esquina.

—Bailo, abuela —respondí.

—Eso no es bailar, parece más bien un ataque de epilepsia —comentó, burlándose.

—¡Usted no sabe nada de baile, abuela! —le reproché indignado, antes de dejar la sala y encerrarme en mi cuarto.

Con los días pedí entrar al grupo de baile.

—Quiero bailar con ustedes —dije al instructor del grupo.

—¿Y sabés bailar vos? —me preguntó.

Y sin pensar en el ridículo, comencé repetir los pasos que les miraba hacer en los ensayos.

Me hicieron algunas pruebas más, luego asignaron a una chica para que me enseñara bien los pasos de la rutina y sin más trámite, me incorporé al grupo.

Al principio ensayábamos en el gimnasio del colegio, pero las autoridades académicas comenzaron a reclamar por la música alta y pasamos los ensayos a casa de uno de los compañeros del grupo, en una galera sobre la terraza de un edificio de tres pisos, desde donde una tarde vi una tormenta que inundó las calles adoquinadas del barrio Lempira, llevándose consigo los cacharros de un mendigo que dormía en la acera.

Varias semanas después, cuando nos preparábamos para la competencia regional de baile, llegué al ensayo y supe había sido cancelado porque la madre del dueño de la casa había sido asesinada en el mercado el día anterior. Pensamos en ir al velorio y acompañar a nuestro amigo, pero la idea no nos era particularmente agradable, así que dispusimos hacer un mejor uso de nuestro día libre.

Nos fuimos a casa de otra amiga, una mujer de 25 años llamada Ana, prima de uno de mis compañeros de grupo, con la idea de ver una película y hacer algo de comida, pero inevitablemente terminamos bebiendo.

Ana estaba bastante buena, era una mujer culona y tetuda, su cabello pintado de rubio y su cuerpo regordete que se resaltaba por la ropa apretada al estilo Debbie Gibson y alardeaba, con toda razón, de cogerse a quien ella quisiera.

—Eso es fácil cuando se tienen 25 años —le dije, irónico—, pero cuando estés vieja te será más difícil y tendrás que conformarte con coger sólo los fines de semana con tu marido, cuando él llegue bolo y decepcionado por no haber podido levantar nada mejor que vos.

Ana me miró molesta. Mis compañeros me miraron molestos.

—Este cipote se cree muy inteligente —dijo, viéndome seria.

—Pendejo es que es —reprochó uno de mis compañeros.

Yo le sostuve la mirada a Ana. Lo hice porque me parecía divertida la situación. Allí estaba yo, hablando como que sabía mucho de parejas, y allí estaba ella, obviamente curiosa de saber quién era yo. Por un momento pensé que me correría de la casa, pero luego fue cambiando su expresión hasta formar una sonrisa que hizo brillar su rostro.

Ana no era el tipo de mujer que a mi me gustaba, aunque a los 15 años yo no tenía muy desarrollado el sentido del gusto por las mujeres y me metía con cualquier calate viejo. Pero cuando ella sonreía, su rostro era lindo. Ana se levantó del sillón en donde estaba y me extendió su mano.

—Vení —me dijo, tomándome de la mano—, voy a mostrarte que todavía puedo hacer lo que yo quiera.

La seguí, ante la mirada sorprendida de mis compañeros de grupo. No sé si era algo frecuente en ella, o era la primera vez que se dejaba llevar por esos impulsos, pero cuando subía las gradas tomado de la mano de aquella mujer de 25 años, mientras caminaba frente a mí con sus nalgas a la altura de mi pecho y me decía que iba a cogerme, yo me sentí todo un hombre.

Meses antes había intentado tener sexo. Una tarde llegó a mis manos un pastilla de Yombina y como quien tiene la llave de la impunidad seleccioné con alevosía a mi víctima.

—¿Y ya la probaste para ver si es Yombina de verdad? —me preguntó Edwin, mi vecino y cómplice.

—Sí —le dije, con una amplia sonrisa—, la raspé en una caja de fósforos y sacó chispas.

—¿Con quién la vamos a usar? —preguntó, curioso.

—No sé, con cualquiera supongo.

—No maje —replicó Edwin—, eso nos puede meter a problemas.

—¿Ah, sí?

—Creo que sí —dijo, no muy convencido.

Y pensamos entonces en una vecina de 35 años que vivía sola con sus cinco hijas desde que su marido se fue a los Estados Unidos.

La vecina era famosa entre los jóvenes del barrio porque decían siempre quería coger. Era casi guapa. A mi nunca me hizo caso, por más que me lucía como un primate frente a ella tratando de llamar su atención. Aceptaba sí, la amistad de varios de mis amigos adolescentes que luego hablaban de las habilidades sexuales de la doña. Yo nunca vi nada raro, solo reía con las historias que mis amigos contaban. Si ocurrió o no ocurrió algo entre ellos no puedo afirmarlo.

—¿Y como funciona la Yombina? —pregunté.

—No sé, dicen que se debe dar en un refresco. Nunca en Coca Cola, porque la cola corta el efecto. Eso es lo que dicen.

—¿Y funcionará realmente? —pregunté, viendo el alcaloide del tamaño de una moneda de cinco centavos.

—Si excita a la vacas imaginate lo que hará con una mujer —comentó Edwin.

—¿Y si se vuelve loca? —dudé, preocupado por las historias que había escuchado, de efectos secundarios en la Yombina que hacía a las mujeres padecer de ninfomanías.

—Esa vieja ya está loca —respondió Edwin, riendo—-. Si tanto te preocupa cortamos la pastilla y le damos sólo la mitad.

—No —dije, convencido—, echémosela toda.

La pastilla se disolvió soltando pequeñas burbujas en el refresco de naranja mientras nosotros mirábamos con ansiedad el contenido amarillo.

—¿A qué crees que sepa esto? —pregunté, viendo el refresco.

—No sé —me dijo Edwin—, podés probar un trago si querés.

—¡Jodás! —respondí y nos limitamos a esperar que llegara la doña.

Pasaron más de dos horas. Los vecinos volvieron de sus trabajos saludándonos con cortesía al vernos sentados en las gradas del bloque de casas, mientras nosotros quemábamos nuestro tiempo hablando de videos musicales y chicas.

Al rato apareció nuestra víctima. Edwin bajó alegre con el refresco en la mano, alcanzó a la doña y le entregó la bebida, con una sonrisa malévola en el rostro.

—Muchas gracias, pero no tengo sed —dijo ella.

Hasta ese punto no habíamos pensado cómo hacer entrega del refresco a doña Regina. Insistimos, regateamos, rogamos tomara el refresco y debimos haber sido patéticamente convincentes porque la mujer lo tomó y sin siquiera decir gracias se metió a su casa y no volvió a salir.

Nosotros imaginábamos que al rato ella saldría caliente, buscando un a hombre para descargar toda esa energía sexual estimulada por la Yombina, que nos miraría sentados frente a su casa y nos invitaría a entrar, quitándonos la ropa tan pronto pasáramos la puerta y cogiéndonos, uno a uno —o a los dos al mismo tiempo— y nosotros, dispuestos al sacrificio, le daríamos todo lo que teníamos, que a los quince años era bastante.

Pero dos horas después de haberle dado la pastilla: nada. No nos llamaba, no salía de su casa para llamarnos desesperada por una verga.

Al rato llegaron las hijas de la doña y se pusieron a conversar con nosotros, cayó la noche y decepcionados volvimos a casa.

—Me voy —dijo Edwin, antes de irse—, mi mamá ha de estar buscándome.

—Nos vemos pues —respondí, decepcionado, al comprender que ese no sería el día de mi desvirgue.

Pero con Ana era diferente, ella me llevaba de la mano por el pasillo estrecho del segundo piso de su casa. Me metió a su cuarto, me desvistió, yo de pié, ella sentada en la cama. Yo había pensado mucho en cómo sería la primera vez que tendría sexo, desde que a los 11 años lo entendí, viendo una película pornográfica. Había imaginado posiciones, palabras para decir, todo para parecer un experto en la cama. Pero cuando Ana me dejó desnudo y comenzó a besarme, supe que nada de lo que había aprendido realmente funcionaba. La realidad a veces supera la ficción y al final es necesario improvisar cuando se hace el amor.

—¿Te gusta así? —me preguntó Ana, besándome.

Yo asentía con la cabeza sin decir una palabra, disfrutando cada segundo; miraba sus labios gruesos rodear mi verga y sus pechos bailar como gelatina ante las embestidas de mi pelvis, sus nalgas blancas, paradas, su espalda sudada y su sexo castaño.

Al terminar ella se vistió, sonrió y salió del cuarto sin siquiera despedirse. Yo me quedé un rato contemplando el techo de aquella habitación de adolescente. Ni siquiera sabía de quién era aquel cuarto, pero no me importaba, me sentía un hombre completo. Me vestí y bajé a la sala esperando alguna reacción de mis compañeros, que para mi sorpresa seguían en su conversación como si nada hubiera pasado. Busqué a Ana con la vista, como para verla una vez más y sentirme orgulloso de mi triunfo amoroso, pero ella no aparecía por ningún lado. Finalmente, incapaz de resistir más, pregunté por ella.

—Se fue —dijo uno de mis compañeros del grupo de baile.

—¿Cómo que se fue? —pregunté.

—Sí, eso. Se fue.

—¿Pero no vive acá?

—Sí, pero dijo que tenía algo que hacer. ¿Yo qué se? Se fue nomás.

Guardé silencio, disimulé evitando demostrar que la partida de Ana me afectaba y luego de una hora me despedí también.

Nunca más volví a ver a Ana pero eso no me importó.

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