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Foto del escritorÓscar L. Estrada

El Revolver


Al llegar a mi casa sentía las manos calientes. Me había convencido que por la mañana llamaría a Will para explicarle las razones por las que tomé el arma, que lo hice porque el Abogado andaba loco y podía matar a alguien, o le inventaría alguna mentira: «La metí a mi cintura y lo olvidé, no sabía de quién era, la tomé sin querer o juro que nunca la he visto en mi vida». Pero no lo hice. Cerré la puerta de mi cuarto y saqué el arma, la observé detenidamente. Era una 38 de cañón corto, cromada y de mango como de madera ligeramente gastada por el uso. Con cuidado logré identificar el retén del tambor y observé que sólo había una bala.

De pronto se me vino a mi mente lo más tétrico: el Abogado no andaba el arma ni para matarnos ni para defenderse, que borracho dispara y falla quedando desarmado frente a los atacantes que sentirían legítima la defensa y lo pasconearían como a un venado.

No, el Abogado cargaba el arma para un sólo propósito: suicidarse.

Sentí curiosidad por saber la forma cómo el hombre se mataría. Sería por un tiro, eso era obvio y lo más seguro es que sería en la cabeza. ¿Dónde en la cabeza? Porque claro está que no es lo mismo un disparo en la sien a uno en la boca, o en un ojo, o en el occipital del cráneo. ¿Y cómo lo habría hecho? ¿Habría sido así nomás, como me cansé del mundo y mi vida ha terminado? ¿Habría llorado antes de morir? ¿Habría sentido arrepentimiento de todo lo que hizo y lo que no hizo? ¿Habría pensado en Dios?

«Si iba a ser un suicidio —me dije—, no importaba realmente si el arma tiene dos o tres o seis balas en el tambor. Después de todo sólo necesitas una y las demás no se extrañan. Si tenía una bala solamente, era porque el abogado quería fallar o, en el mejor de los casos, que otro falle».

Comprendí entonces que el abogado disfrutaba de jugar a la ruleta rusa y el revolver tomó en mis manos una forma muy diferente. Era un juguete, un mortal juguete que servía igual para el dolor como para la alegría. Mi corazón comenzó a palpitar bruscamente, como caballo chúcaro, como estampida de elefantes. Giré el tambor esperando ser tocado por la mano de la suerte, los segundos quedaron prendidos de mi índice y la habitación se hizo chica. Pude ver el tiempo, como en el cuento de Borges, ver que aquel abogado, parecido a Carlos el Argentino, miraba el Aleph cada vez que jugaba: los hijos, los amores pasados y futuros, logros y fracasos jurisprudentes que se extinguen con el golpe hueco de una explosión antes del silencio, pude ver el silencio invadir mi cuerpo.

Solté el revolver con miedo, como si picara y lo vi sobre mi almohada como quien ve algo asqueroso. Lo metí en mi mochila y la guardé bajo la cama, esperando olvidarla, pero luego la volví a sacar y sin pensarlo salí de la casa.

Era ya pasado el medio día y apenas había descansado. Con el revolver en la mochila me dirigí al parque Obelisco. Yo sentía en mi espalda el calor del arma. «¿Para qué otra cosa podría usarla?» Me pregunté y vi el universo de posibilidades que se abrían ante mí.

Podría usarla para defenderme, pero para eso tendría que tener enemigos de los cuales necesitase defenderme —o en su defecto hacerlos, cosa que me parecía difícil de lograr porque para ello necesito tomar en serio a alguien, que si no lo hago los enemigos son como de cartón.

Podría asaltar un banco, pensé, buscarme una novia y ser una especie de Bonnie And Clyde: ella dispara y yo conduzco por la calles de una Comayagüela deprimida. Pero para ello se necesita ser valiente y yo nunca lo he sido.

O ser Harry El Sucio y rescatar la ciudad del Escorpión sobre la azotea del Banco Central, disparando con la mano izquierda sobre el martillo y un cigarrillo a medio fumar entre mis labios. Pero Comayagüela tiene muchos escorpiones y yo sólo tenía una bala.

Llegué al puente Guacerique y me paré a ver el río. Atrás de mí los buses rugían como el buche de un monstruo oscuro. Sin ver a los lados saqué el revólver de mi mochila y apunté a las aguas achocolatadas que dividen la capital de un país que nunca debió haber existido. Apreté el gatillo varias veces hasta dar con la explosión de la bala, ensartando el plomo entre el lodillo y la mierda de esta ciudad que no se muere.

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