—Me voy de acá —dijo Marcos, esa mañana cuando llegó por última vez a casa a despedirse de mi madre.
—¿Y a dónde vas? —preguntó ella.
—A los Estados Unidos, ya no aguanto más —dijo.
Marcos era mi primo, exactamente de mi misma edad, unos días mayor que yo, pero con destinos tan distintos que nunca he comprendido la razón de tan marcada diferencia.
Era hijo de un fotógrafo, de los que en el parque central esperan clientes para retratos frente a la catedral y de una costurera (mi tía) cuyo más grande error fue no haberse quedado afuera del país, cuando la suerte le sonrió una única vez en 1975.
—¿Y ya habló con la familia allá? —preguntó mi Madre.
—Sí, ya hablé con ellos. Ya me mandaron el dinero para pagar el coyote.
—Bueno mijo, que le vaya bien entonces —dijo mi Madre al despedirlo con un abrazo cariñoso.
Yo lo acompañé hasta el centro de la ciudad.
Marcos y yo teníamos una amistad especial, nos caíamos bien y disfrutábamos de nuestra compañía. Mi familia no lo quería, desconfiaban de él.
—No quiero que ese muchacho entre a la casa cuando no estemos —dijo mi padrastro una tarde después de una visita de Marcos.
—¿Por qué? —pregunté.
—Porque no me gusta, me da mala espina y puede abusar de tu hermana.
—Pero si estoy yo acá nada le va pasar a mi hermana —dije y mi padrastro guardó silencio para no decir lo que pensaba de mí. Luego de un rato dijo:
—Ya dije que no quiero ver a ese muchacho en la casa.
Yo le desobedecí cuántas veces pude.
—No sé si yo me iría de aquí la verdad —comenté a Marcos mientras caminábamos por las calles de Comayagüela.
—¿Por qué?
—No sé, esto es todo lo que conozco.
—Pues yo no tengo opción —dijo Marcos—, ¿qué más hay acá para mí?
Yo bajé la cabeza y asentí dándole la razón.
—Podrías estudiar —sugerí ingenuamente.
—¿Estudiar?, ¿Estudiar para qué? —me dijo—, ¿quién me va a ayudar con los estudios? ¿Vos crees que realmente voy a terminar la Universidad para ser un abogado o un ingeniero? ¿Yo?
—¿Por qué no? Otra gente lo hace —dije.
—No es cierto. Mirame a mi, hice hasta el sexto grado porque nunca entendí nada de mis clases, probé oficios, soy carpintero, soy albañil, se manejar motos, se arreglar carros y trabajo duro. Pronto voy a cumplir 20 años y no tengo más que la ropa que ando puesta. Acá uno puede trabajar todos los días de la vida y siempre comer mierda. Mirá a tu padrastro, le pedí trabajo en los ascensores y se hizo el maje. No me da trabajo porque piensa que soy un ladrón y piensa que soy un ladrón porque visto pobre.
—La pobreza es una trampa de arena —comenté en vos baja, con las manos en mis bolsillos vacíos.
—Pues no sé si de arena o de mierda. Pero te encierra, esta ciudad te amarra para que nunca podás salir y yo ya me cansé. Quiero hacer algo con mi vida. Quiero una casa, un carro, una mujer bonita que me dé hijos y me coja todos los días.
—Acá se puede coger bastante —bromeé, para relajar la conversación.
—Sí —me dijo Marcos— Pero sin carro y sin casa menos.
Yo sonreí.
—¿Y a dónde te vas a ir?
—A dónde mi tía. A Seattle. Ella me dijo que allá podía conseguirme trabajo. Que puedo vivir con ella mientras ahorro para pagar mi propio apartamento y que me va a ayudar buscándome un carro barato para comenzar.
—Suena bien —le dije.
—¿Vámonos?
—¿Quién, yo? —le pregunté—, ¿estás loco? Con mi suerte nos agarran en la frontera con Guatemala.
—No vos, si con este coyote no hay pedo. ¿Vamos? Llamamos a mi tía y le decimos que nos ayude a los dos y con eso no viajo sólo. Allá podemos alquilar un apartamento entre los dos.
Yo pensé en su oferta por un momento. Aunque decía que no, lo cierto es que siempre había querido salir de Comayagüela; imaginaba que había un mundo más allá de aquel pestilente río y sus casitas de concreto. Pero tenía miedo, miedo del fracaso, miedo de ser capturado por la migra o las mafias que comenzaban a aparecer en el sur de México. Miedo de lograrlo y llegar a un Estados Unidos frío, indiferente, en donde no somos sino brazos en una esquina o puntitos negros en una plantación de California. Miedo de no poder volver, y vivir añorando una ciudad que no existe sino en mi cabeza, de buscar en las noticias pequeñas notas de un país que siempre me pareció de juguete. Quería irme, pero tenía miedo.
—No —dije a Marcos, antes de despedirlo por última vez.
—¿Estás seguro?
—No, pero no me voy a ir —repetí.
Marcos llegó con éxito a los Estados Unidos, se fue a vivir con mi tía como él lo había planeado, consiguió trabajo como lo prometió y hasta me mandó saludos con mi madre, a quien siguió llamando de vez en cuando.
—Esta ciudad te amarra para que no podás salir —me dijo en nuestra última conversación y tenía razón.
El día de su cumpleaños, Marcos salió con un grupo de amigos a celebrar. Había comprado un carro con los 2,000 dólares que le prestó mi tía e imaginaba que a partir de allí el mundo estaba en sus manos. A las 2 y media de la mañana salieron del bar y en algún punto que debió ser curva se fueron en línea recta y el carro se ensartó en un árbol. Marcos viajaba de pasajero, aún no tenía su licencia y no quería ser detenido ebrio y posteriormente deportado. Era cuidadoso en todo, pero no en su cinturón de seguridad. Salió volando de su asiento a 130 kilómetros por hora, atravesó el parabrisas y cayó muertos varios metros adelante. Fue el único que murió, nadie más en el vehículo salió lastimado.
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