Con los meses nos hicimos muy amigos con Nancy. Era mi mejor amiga, mi amor adolescente. Ella vivía en la colonia El Pedregal y estudiaba en el colegio Nido de Águilas, un colegio paramilitar de derecha que en el año 1991 quedaba en Támara a 20 Km de Comayagüela. Era la mayor de dos hijos y vivía con un padrastro al que odiaba terriblemente.
Yo logré convencer a mi madre para que me permitiera entrar a ese colegio, ella accedió, esperando que la disciplina de la institución me ayudara a orientar un poco mi vida.
Nancy se puso muy alegre cuando le anuncié que seríamos compañeros de colegio, de alguna forma imaginábamos continuar en la fiesta en la que vivíamos despreocupadamente. Íbamos a bailar, al estadio, de paseo por el parque, al cine, a comer. Ella siempre pagaba, yo le leía Neruda y Eduardo Galeano. Esa era nuestra relación y éramos felices, a lo menos yo lo era.
Nunca, a pesar de lo mucho que yo lo deseaba, fuimos novios.
—Vos sos el mejor chavo que he conocido, sos mi amigo y no lo arruinemos siendo novios —me dijo.
Nancy tenía sí, mucho novios. Chicos y hombres de todas las edades que la sacaban y le compraban cosas que luego ella me regalaba sin ningún apego y que yo por mi parte regalaba a mis novias de otros colegios (porque en el Nido de Águilas Nancy no dejaba que me acercara a nadie del sexo femenino).
El Nido de Águilas era una guarida de maleantes impunes que sin problema aprendí a navegar. Apenas los recuerdo como a sus muros de piedra, los pinos del patio y el color gris de las paredes de los baños.
Había toda clase de gente: buenos estudiantes, pocos, yo no era uno de ellos y mafia juvenil de alcurnia, hijos de influyentes personas que pensaban, como mi madre, no por influyente sino por ingenua, que la formación militar lograría dar orden a lo desordenado, sentido a lo sinsentido, orientación a lo que estaba perdido.
Como director del colegio estaba el Coronel Arias, un oficial retirado con una regia formación fascista que odiaba al comunismo tanto como al ateismo. Poco conocí de él, se decía que había formado parte de un tenebroso escuadrón de la muerte y no se cuantas cosas, aunque lo cierto es que nunca supe nada en concreto.
Con Arias choqué de entrada, lo miraba caminar enfrente de la formación de los estudiantes, con las manos en la espalda, viéndonos desde sus ojos grises de cazador como quien ve un grupo desordenado de reclutas camino al frente de una guerra ideológica, soldados de un Morazán reaccionario entrenados para ser cuadros del neoliberalismo.
Una mañana mandó a formarnos en dos grupos: los católicos a la derecha, los evangélicos a la izquierda y yo, que desde muy pequeño tenía mis dudas sobre la existencia de un dios cualquiera, me vi en el centro de ambos grupos.
—¿En qué cree usted, Estrada? —me preguntó imperante el coronel desde el frente de la formación.
Yo pensé brevemente en todo lo que creía, cosas en las que aún creo. Pensé en el amor, en la libertad, en el respeto a todos por igual, en el derecho a un futuro digno, en la mierda de esta ciudad, en el horror de Comayagüela por la noche.
—No creo en dios señor —le respondí, sabiendo era la respuesta equivocada.
El coronel se acercó a mí y el sargento (al cual llamaban Tesón por su formación en antiinsurgencia) le seguía de cerca.
—Repita lo que dijo —me ordenó con un tono frío.
—Soy Ateo, señor —le dije sin bajar la mirada.
El coronel se acercó a mí y yo me sentí como una mala copia de Full Metal Jacket. Su rostro frío sobre el mío, sus respiración de guerrero senil, sus ojos clavados en aquel cipote flaco con aires de intelectual. Pude sentir sus pensamientos uno a uno, la convicción férrea de su superioridad, de mi indignidad. Para él yo era un gusano inmundo, un engendro social que no merecía sino su desprecio. Yo era todo lo que él odiaba, aquello por lo que el laureado oficial se había sacrificado durante toda su vida. No dejó pasar la oportunidad para dar un ejemplo de tolerancia al resto del grupo. Habló de los valores de la patria, la familia, la propiedad privada y el respeto. Habló mucho del respeto.
—Quien no cree en Dios no quiere a su madre —nos gritó a todos gritándome a mi—. Quien no quiere a su madre no quiere a su patria y quien no quiere a su patria no merece estar en esta tierra —dijo el coronel.
Nancy me miraba desde la formación de los creyentes evangélicos a un extremo del patio.
—Venite –me decía con la mirada—, no seas pendejo.
Yo pensé que dios no tenía nada que ver con mi madre y mi madre menos aún con la patria del coronel Arias, aquella era una mujer de 35 años que trabajaba de enfermera auxiliar, dios era una invención de idiotas con poder (como el coronel Arias) y la patria, la razón por la cual regularmente debía correr y esconderme para escapar de los reclutamientos forzados de los distintos batallones. Pero allí a nadie importaba lo que yo pensara.
El Coronel asignó al Tesón el trabajo evangelizador inflingiendo una batería de castigo físico, al cual llamaban trole, hasta que me declarara católico, apostólico y romano o, en su defecto y reconociendo la libertad de culto en nuestro país implantada desde los tiempos del Carnicero Guardiola, cristiano evangélico.
Tesón era un hombre duro, pequeño, con fuertes raíces indígenas, de pelo corto y brazos gruesos. Había sido sargento del ejército al que ingresó por reclutamiento forzoso en 1971, cuando aún gobernaba el general López Arellano. A finales de los 70 ingresó a las Tropas Especiales de Selvas y Operaciones Nocturnas (Tesón) de dónde decía nunca se puede salir. Por eso su apodo.
—El deber de un contra insurgente es algo que se lleva para toda la vida —dijo, mientras me miraba desde una silla desplegable, yo en mi rutina de castigo físico, él jugando con una vieja bayoneta de asalto que usaba para limpiarse las uñas. —Es un curso para hombres —dijo—, te sueltan con un compañero sombra en medio de la Mosquitia, de donde tenés que salir con la ayuda de un yatagán como este —señaló con el cuchillo hacia mí—, con una llanta de camión amarrada al cuello de ambos —remarcó, pasando el filo de su cuchillo sobre su propio cuello—. Aprendés a usar todo tipo de armas y explosivos, aprendés que matar a un hombre no es tan distinto de matar una gallina, probás la sangre humana y ves que sabe rico. Una vez maté a un comunista, Estrada —sonrió—, y lloraba como un niño pequeño. ¿Vos sos un hombre o sos un niño pequeño, Estrada? —me preguntó Tesón.
—Sí señor —le respondí, sabiendo la reacción que tendría— soy un hombre.
—Pues me va a dar mil culucas más —ordenó, guardando el cuchillo en la vaina de su cintura mientras comenzaba a contar desde uno.
—Vos si sos pendejo —me reprochó Nancy después de mi castigo.
—Yo sé —le dije.
—Decí que sos cualquier cosa: Evangélico, católico, ¡judío! No, judío no. A Arias no le gustan los judíos seguramente. Lo importante es que no te jodan.
—Dios se ha manifestado en mí —comenté, sobándome los músculos adoloridos de mis piernas—, de la misma forma que se ha manifestado por cientos de años en cientos de personas alrededor del mundo. Soy un hombre nuevo —bromeé—, ¡Un born again christian!
—De qué sirve volver a nacer si venís igual de pendejo —dijo Nancy y luego cambió de tono para decirme—: Hoy necesito que me acompañés a un lugar.
—¿A dónde? —quise saber.
—Vos no preguntés, sólo acompañame.
—No, no quiero ir —dije, decidido.
—¿Y eso por qué?
—Porque siempre que te acompaño me metés a problemas.
Nancy sonrió, yo arrugué mi rostro al sobarme las piernas adoloridas.
—Pues parece que tampoco es que necesitas mucho de mi ayuda para meterte a problemas —dijo y rogó:—Vamos Oscarín, mi amor. Acompañame que no quiero ir sola.
—Bien, está bien. Pero tenés que decirme a dónde vamos.
—A verme con un amigo.
—¿Un amigo? ¿Quién?
—No lo conocés vos.
—Pero si yo conozco a todos tus amigos. ¿Quién es?
—Un man allí que conocí.
—¿Y para qué necesitas que te acompañe?
—El man quiere cogerme pero yo no quiero con él. Así que pienso llevarte a vos para que me ayudés a escapar.
Y fue así me encontré de chaperón, de tercera pata del gato, de violín solitario fingiendo no existir en el asiento trasero de un lujoso carro.
El hombre se levantó de la mesa rumbo al baño, un tipo de unos 30 años que vestía con la camisa a rayas metida en el pantalón, las mangas remangadas mostrando los brazos formados por el gimnasio y los pantalones ajustados en el ruedo. Su pelo tenía un peinado de hongo y su rostro cicatrices de acné.
—¿De donde te sacaste vos a pet shop boy? —pregunté a Nancy cuando su pretendiente se separó de nosotros por un momento.
—Lo conocí por allí —me dijo sin darle mucha importancia.
—¿Y te gusta este maje? —pregunté.
Ella negó con la cabeza mientras bebía un trago de vino.
—No —dijo finalmente.
—¿Y para qué viniste entonces?
—Porque estaba aburrida —respondió, sonriendo cuando el hombre volvió a la mesa.
Comments