Hasta ese momento yo pensaba que conocía la maldad. Pensaba que los castigos físicos que mi padrastro imponía en mi eran causa de una mente malvada y no el resultado del miedo que aquél pobre hombre sentía. Pensaba que el Pacha era malo, cuando por las noches repasaba las últimas imágenes de Kathy el día de su muerte. Pero en el Nido de Águilas descubrí que la maldad es un hilo putrefacto que une a la víctima con su victimario y Comayagüela es un submundo en donde la maldad no es más que una expresión cotidiana y todos somos insectos a merced de miles de trampas tejidas para cazar un poco de luz, de un universo que jamás podrá apreciar la belleza sino en pequeños destellos.
Entre mis compañeros había uno al que le decían «Pollo». Era un joven de dientes grandes y orejas puntiagudas, hijo de un conocido abogado y político conservador ya fallecido, que salía los fines de semana a practicar tiro al blanco con los perros de la calle y asaltaba taxistas y travestis (a quienes luego ridiculizaban sodomizándolos con el cañón de la pistola) por placer o aburrimiento, pues el dinero que robaban era minúsculo comparado con lo que su madre le daba.
Yo era nuevo en el colegio y no conocía realmente al Pollo; él había estado insistiendo durante días para que saliera con él y un día finalmente lo hice.
—No me gusta que salgás con esa gente, son peligrosos —me reclamó Nancy, preocupada.
—¿Y qué puede pasarme? —pregunté ofendido, pues sentía que Nancy no tenía derecho a opinar sobre mis amistades.
—Vos sabrás qué es lo que hacés, pero te aseguro que esos majes te van a meter a un problema serio, ellos son buenos para eso.
Pollo ofreció ir a buscarme a mi casa, pero yo no quería que conociera en dónde vivía (en parte porque tenía pena de mi casa) y preferí esperarlo en un lugar neutro, a donde llegó a buscarme en un microbus acompañado por su amigo Santos, que me parecía una broma de nombre considerando sus cualidades demoníacas.
Anduvimos varias horas circulando por las avenidas de la ciudad, sin tener un lugar fijo a donde llegar. Hasta que finalmente nos detuvimos en la esquina del Hotel Honduras Maya. Santos y el Pollo habían estado bebiendo todo el día y andaban eufóricos, se reían fuertemente por cosas que a mi no me parecían graciosas. Pollo golpeaba regularmente el tablero del carro en reclamo por cosas que yo no entendía.
—¿Maje, verdad que vos cogés con Nancy? —me preguntó Pollo.
—No —le dije—, sólo somos amigos.
—¡Jodás! —dijo Pollo alzando la voz—, si a esa maje cualquiera la coge.
Yo guardé silencio y vi por la ventana. El carro se detuvo en una esquina y una mujer se acercó a la ventanilla del carro.
—¿Cuánto? —preguntó Santos desde el volante del carro.
La mujer era trigueña, con pequeñas manchas blancas en la piel, sumamente delgada y de pelo desteñido. Llevaba una licra de dos colores y un sostén pequeño que hacía que sus pechos resaltaran ligeramente. Bajo su brazo tenía una cartera café y sus uñas eran largas y encorvadas.
—Trescientos —dijo.
Yo sentí pena por ella y por esos jóvenes que estaban contratando sus patéticos servicios. La vi de pies a cabeza y no entendía cómo alguien podía mantener una erección ante una criatura tan deprimente.
—Subite —le ordenó Santos.
La mujer quedó viendo al interior del microbus cómo haciendo sumas en su cabeza, me vio y entendió que yo tenía miedo.
Yo pude ver el color amarillo de los dientes de aquella mujer de sonrisa forzada, vi los ojos de Santos que me miraba desde el retrovisor del vehículo como preguntándose «¿qué hará este pendejo ahora?», la mano de Pollo que excitado comenzaba a frotarse la verga, el silencio oscuro de la avenida vacía y el olor a ciprés que venía desde el interior del patio de las oficinas del Cuerpo de Paz.
Tenía miedo sí, pero desconocía la razón. En otras ocasiones el miedo me paralizaba, había escuchado de gente que se quedaba congelada ante la inminencia de un camión que está por arrollarlos y otras que salían empujados como por un resorte para sacar aquello que querían de entre las llamas de un incendio, todo por el miedo, esa reacción primaria ante el peligro real o imaginado que nadie puede predecir cómo será, pero que todos enfrentamos alguna vez en la vida. Esa vez, la amígdala de lóbulo temporal me hizo abrir la puerta del bus y salir.
—¿A dónde vas, pendejo? —me preguntó Pollo.
—A mi casa —le dije, bajando la cuesta oscura que da a la avenida Cervantes.
—Vení, te llevamos —gritaron desde la esquina.
No respondí, seguí caminando seguro que al poco rato ellos pasarían frente a mí repitiendo su oferta. Pero no pasaron, giraron por la esquina buscando llegar a la plaza Libertador.
Cuando caminaba hacia mi casa por la Calle Real, viendo a las mujeres y niñas que a esa hora se aglomeraban en las esquinas esperando clientes, pensé en aquella chica que se había ido en el carro con Pollo y Santos. Tenía curiosidad por saber qué pasaría con ella.
Miré el rostro de una niña como de 13 años, de ojos desorbitados por el pegamento, que con una mueca en el rostro intentaba sonreírme.
—Presas fáciles —pensé, sintiendo pena por aquellas almas descartables que vendían su cuerpo.
—Querés pisar papi —me dijo la niña—, vení mi amor, yo hago de todo, anal o vaginal.
—No gracias —le dije, continuando mi camino.
Miré la calle y vi que habían más, un pequeño ejército de putas tristes.
«Una desaparece en la noche y al día siguiente hay tres —me dije—, ¿De dónde salen tantas desgraciadas?»
Cerca del parque La Libertad había una patrulla de policía estacionada frente a un puesto de baleadas. Los oficiales estaban afuera conversando con dos mujeres, riendo de algún chiste que no escuché.
—Buenas noches —dije al pasar y no me respondieron.
Dos cuadras abajo vi a un grupo de niños que dormían en la acera, uno de ellos sacó su cara de entre los cartones viejos que usaba para abrigarse y me vio como desde el otro mundo.
—Dame un peso chavo —me rogó sin siquiera levantarse.
Yo seguí mi camino. En una esquina cerca del Parque Obelisco pude distinguir entre las sombras a un grupo de hombres que conversaban en voz baja. Al verme irguieron sus cuerpos amenazantes, esperándome para asaltarme o quizá temiendo a que yo los asaltara. Preferí cambiar mi ruta para no pasar cerca, rodeándoles por la cuarta avenida hasta que finalmente llegué a casa.
A la mañana siguiente Nancy estaba molesta conmigo.
—¿Sabés lo que hicieron tus amigos? —me preguntó cuándo supo lo que pasó con la prostituta del Honduras Maya.
—No son mis amigos.
—¿Sabés o no sabés lo que pasó?
—Algo escuché —respondí, humillado.
—Pues te lo voy a contar igual —dijo Nancy con un tono que jamás había usado conmigo—. Subieron a la chava al carro y la amenazaron con matarla con una pistola sino se dejaba coger por los dos. La violaron y la golpearon y finalmente le robaron todo el dinero que llevaba consigo y la dejaron desnuda en uno de los callejones del barrio San Rafael. ¿Sabés por qué lo sé?
Yo negué con la cabeza.
—Porque los muy hijos de puta se sienten orgullosos de su hazaña y andan contándole a todo el mundo lo que han hecho. Son unos hijos de puta —dijo Nancy, molesta—, y vos también.
—¿Y yo porqué?
—Por andar con ellos. Por no hacer nada.
—¿Pero qué podía hacer yo? —dije—, ¿O crees que no pensé en advertir a la chica, decirle que aquellos hombres eran animales, decirle que la buscaban para hacerle daño? Claro que pensé en gritarles que la dejaran de joder, llamar a la policía y denunciarlos por lo que sea que iban a hacer. Pero es inútil Nancy, vos sabés bien que serían exculpados con la misma rapidez con la que yo presentara la denuncia y esa acción traería mi desgracia, ¿o pensás que conviene tenerlos como enemigos?
—¿Pero cómo pudiste dejar que eso pasara? —remarcó.
—No había nada que hacer —dije.
—¡Siempre hay algo que se puede hacer Óscar, algo, cualquier cosa!
Yo bajé la vista, avergonzado.
—Cuando volvía a casa —dije luego de un rato—, comprendí que aquella mujer sabía lo que Santos y el Pollo iban a hacerle, ella lo reconoció en sus ojos, pero no hizo nada, porque piensa que ese es el destino que le ha tocado. Ella había aceptado su destino y no hay nada que yo pudiera hacer.
—Yo no puedo aceptar eso —dijo Nancy.
—¿No, por qué?
—Me parece injusto.
—Y lo es, es sumamente injusto. Es un destino que nadie merece. Pero para qué ellos puedan existir, debe existir ella. Pollo es tan prisionero de su destino como lo es la pobre prostituta del Honduras Maya.
Nancy guardó silencio y pareció calmarse.
—¿Y cuál es el punto entonces de vivir, si somos sólo víctimas de nuestro destino?
—No sé —dije—, vivir. A lo mejor la vida no es más que una oportunidad para escapar de ella.
—Vamos a caminar mejor —pidió Nancy, luego de un rato.
—¿A dónde? —pregunté.
—No importa, luego veremos qué hacer.
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