La madre de Pollo era una mujer sumamente religiosa. Doña Raquel tenía cuatro hijos, dos varones y dos mujeres, de los cuales Pollo era el menor de todos y también su consentido. Era una mujer de unos 50 años, de cabello rubio pintado y una mirada tímida, como de quien se siente siempre fuera de lugar. Su cuerpo regordete no dejaba duda —a diferencia de otras mujeres de su edad, que estimulan la creatividad adolescente al imaginarlas con 30 años de menos y ver que en su momento fueron lindas—, ella era y siempre había sido fea.
Hacía dos años había enviudado, al morir su esposo en un accidente de tránsito en el bulevar Fuerzas Armadas y desde entonces se había refugiado con obsesión en Pollo. Decía que su secaleche se parecía en todo a su difunto padre.
—Hasta en el orgullo —decía—, ambos eran muy orgullosos.
Cuando en el colegio organizamos una comisión para ir a visitarla y darle el pésame en nombre de la clase, doña Raquel nos recibió conmovida. No podía entender, no podía aceptar la muerte de su niño.
—Pasen —nos dijo—, los amigos de mi niño son mis amigos.
Pasamos a la sala, en donde pudimos ver como, en un pequeño altar a los dioses cotidianos, las fotos de la familia se encontraban perfectamente ordenadas sobre una repisa de vidrio. Nos sentamos en unos sillones de cuero blanco demasiado calientes para el clima. La hermana de Pollo nos sirvió limonadas y se sentó al lado de su madre que durante toda esa tarde me incomodó, pues la señora no dejaba de verme. Me estudiaba con la vista, de una manera que a mi me resultaba grotesca. Parecía que en la sala no había nadie más que yo. Antes de despedirnos, ella se acercó a mí.
—Óscar —me dijo—, quiero hablar contigo un rato.
—Si —respondí, algo sorprendido, pues no sabía de qué tenía ella que hablar conmigo.
—Pero no hoy —dijo, después de reflexionar un poco.
Doña Raquel apuntó mi teléfono y prometió ir a buscarme a mi casa para llevarme a cenar. Y así lo hizo, dos días después.
En un principio pensé que la señora quería hablar conmigo sobre las condiciones de la muerte de su hijo, pero luego supe que ella había dejado en manos de Dios todo el proceso de investigación. Cuando me vio comenzó a llorar, con el torso de la mano tocó mi rostro y dijo:
—Tú te pareces tanto a él.
Así supe su intención: Ella quería llenar conmigo el vacío que Pollo había dejado en su casa.
Al principio me pareció raro, luego acepté. Era sencillo, iba a las reuniones de la familia, visitaba la casa con regularidad, acompañaba a doña Raquel al supermercado. Varias noches me quedé con ellos viendo televisión o conversando sobre la vida de Pollo, que siempre adornaba con cualidades humanas que aquel no tenía. Usaba su cuarto y a veces hasta su ropa (aunque me quedaba grande). Así, poco a poco me convertí en un hijo más de la familia.
Me gustaría decir que el cariño sincero de aquella pobre mujer había encontrado una amplia reciprocidad en mí, pero la verdad es que yo lo hacía por el dinero que doña Raquel me pagaba.
—A Pollo le daba una mesada de cien lempiras a la semana para sus gastos —me dijo.
—Cien lempiras —pensé con los ojos abiertos, haciendo números en mi cabeza, evaluando todas las posibilidades para aquella pequeña fortuna. En mi casa apenas recibía 50 lempiras al mes y subir a 450 me volvía prácticamente rico.
Pero entre todas las obligaciones familiares, había una que me resultaba ser algo más «complicada» que las demás.
Cada semana, doña Raquel asistía a la iglesia con una disciplina admirable. Era integrante del Ministerio de la Ayuda Idónea, un grupo de mujeres cristianas fundamentalistas que se reunían en el Hotel La Ronda en el centro de la ciudad para compartir la palabra de Dios.
Una noche doña Raquel me pidió que la acompañara.
Llegamos al salón del hotel. Había sido decorado con globos de colores y letreros con mensajes bíblicos. Las mesas tenían manteles blancos y un arreglo floral en el centro, que hacía parecer al salón como una funeraria. Todo mundo vestía bien, yo llevaba un traje gris que había sido de pollo y me quedaba un poco grande.
—Te va a encantar el ministerio —me dijo doña Raquel, con una sonrisa amplia.
Junto a nosotros iba una de sus hijas que por momentos me miraba y sonreía como una tonta.
—¿Y vos venís con ella siempre? —le pregunté a la joven.
—Sí —me dijo—, y pronto me van a aceptar como parte del ministerio.
—¿Pollo venía?
—No, él no —dijo la joven, bajando la mirada como con pena—. A él no le gustaban estas cosas.
La joven era fea como su madre. Su cabello duro con fijador le formaba una cresta sobre la frente que la hacía lucir como un gallo inflado.
—¿Cómo se llama ese peinado? —pregunté, señalándole el cabello, como buscando un tema para conversar.
—En mi colegio le dicen: Cresta de Gallo.
—Cresta de Gallo es el nombre de una enfermedad —le dije, sin entrar mucho en detalles, pues supuse que aquel no era el mejor lugar para hablar de condilomas vaginales.
Sirvieron la cena sin bebidas alcohólicas. Un hombre hablaba desde el púlpito indicando el papel que las mujeres deben llevar en la vida según la palabra de Dios. Las mujeres y sus hijos repetían ¡Amen! a cada frase del pastor que emocionado levantaba la voz como Jimmy Swaggart. Yo miraba a mi alrededor impresionado por la algarabía, intentando comprender el éxtasis que había invadido el salón de forma repentina.
—Dios creó a la mujer para ser la ayuda idónea del hombre —indicaba el pastor, imitación de Pat Robertson al frente de las mesas—, ella debe completarlo, como ella se completa con su sumisión al marido.
—¡Amén! —gritaban todas.
Yo miré alrededor y vi que en las mesas no habían maridos para ser completados. Sólo mujeres y niños, en algunos casos adolescentes, como yo.
Una fila se había formado en un extremo, parecida a la fila que en la misa católica forman para recibir el sacramento y llegaba hasta el pastor, que acompañado por dos hombres finamente vestidos, hablaba en lenguas a los hijos de Dios, untándoles un bálsamo en la frente con el dedo pulgar de su mano derecha.
—¡En el nombre de Cristo! —gritaba.
Y las personas que hasta él llegaban caían desplomadas ante el toque de sus dedos, como gallinas infectadas con gripe.
—¿Qué les hace? —pregunté a doña Raquel, curioso, viendo el extraño espectáculo en frente del salón.
—Les aplica la unción —me dijo—, y se desmayan cuando el Espíritu Santo los toca.
—¿El Espíritu Santo los toca? —pregunté, cínico, pues en mi creencia atea entendía, que era más probable que aquellas personas sufrieran una infección del virus N4 y se convirtieran en violentos zombies, que recibir al Paráclito por los dedos de aquel pastor vestido de mafioso italiano.
—¡Sí! —me dijo doña Raquel, emocionada—. Cuando el Espíritu Santo te toca, viene a ti el arrepentimiento por parte del Señor. Tu no puedes arrepentirte cuando te da la gana, Dios es el que Obra en tu corazón para que suceda, porque uno está bajo cadenas muy pesadas que son el pecado.
Yo no entendía nada, miraba a la gente en la fila que caían, a sus familiares que lloraban histéricos y al pastor que gritaba como quien enfrentaba un ejército de demonios. Y pues, empujado por una curiosidad casi científica, me decidí a llegar hasta el apóstol para experimentar lo mismo que los presentes estaban experimentando.
Hice la fila, alrededor mío los jóvenes y las mujeres lloraban en un frenesí enfermizo.
Luego de esperar unos 20 minutos llegué hasta el mensajero de la Santa Trinidad.
—¡En el nombre de Cristo! —gritó con el sonido amplificado de su micrófono inalámbrico que tenía sobre su boca.
Al llegar me indicaron la posición cómo debía pararme. Dos hombres se pararon atrás de mí y me hablaron al oído.
—Con las piernas juntas y los brazos a los lados —me dijo uno de los asistentes, que de cerca parecía más guardaespaldas que religioso.
—Tu nomás sigue al Señor —dijo el otro con un acento puertorriqueño.
—¡En el nombre de Cristo! —volvió a gritar el apóstol.
El pastor me tocó la frente ejerciendo cierta presión con los dedos y empujándome hacia atrás, yo sentí que me caía, pero no por acción divina, sino por la fuerza de la gravedad y para evitar caer, corrí mi pierna formando un triángulo para dar estabilidad a mi cuerpo.
Sentía el olor a bálsamo de sus manos, la música estridente de la banda que tocaba en vivo de forma disonante, los aplausos de los presentes y los gritos de aquellos que dejaron entrar el poder de Cristo en sus cuerpo, hablando lenguas, llorando, gritando.
—¡No te resistas! —me gritó el pastor—, es el demonio que impide que aceptes el Espíritu Santo.
—¿El demonio? —Pensé.
El pastor volvió a aplicar la operación sobre mí frente y yo volví a impedir la caída con un pie atrás y pude ver cómo el pastor se molestaba y aumentaba su fuerza.
—¡Déjate liberar del demonio, pecador! —me gritó y el jueguito comenzó a molestarme, pues sentía que en ello había algo más allá de una representación teatral y el hombre me hablaba con cierta irritación.
Entendí en ese momento debía hacer algo, cualquier cosa, porque si seguía resistiendo con la lógica me convertiría en blanco de la agresión del religioso que empujaba insistentemente con sus dedos sobre mi frente, como quien pica el timbre de una puerta y entonces, dejándome ir, me desplomé.
No caí de espaldas, porque los guaruras del pastor me tomaron en el aire colocándome con suavidad en el suelo. Mantuve los ojos cerrados mientras escuchaba la celebración del pastor y doña Raquel brincaba de alegría, pues aseguraban haber visto como el espíritu de Dios había entrado en mí.
—¿Cuánto tiempo tendré que quedarme así? —pensé.
Luego de un par de minutos me levanté. Junto a mí estaba doña Raquel llorando feliz, su hija, la de la cresta de gallo, aplaudía como una idiota. Ambas me abrazaron orgullosas y me llevaron a la mesa. La fila de creyentes se extendía por todo el salón y la banda había subido los decibeles.
—Vámonos —dije a doña Raquel—, necesito descansar, esto del Espíritu Santo me dejó muy agotado.
Ya en el carro me hablaron de la responsabilidad que ahora tenía sobre mis hombros.
—Una manifestación del Espíritu Santo como la tuya hay que tomarla en serio —me dijo doña Raquel y su hija asentía sonriendo.
—¿Por qué? —pregunté.
—Porque ahora somos familia ante Dios —dijo—. Ahora sos mi hijo.
—Podemos ir juntos al grupo de jóvenes —comentó sonriendo mi nueva hermana.
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