—¿A dónde vamos? —pregunté a mi compañero de colegio.
—Ya te dije que a vernos con unos amigos —respondió, mientras nos encaminábamos por los puestos del mercado, que olían a verdura podrida y carne con especias y maíz seco.
Salimos del mercado y entramos a una colonia pobre, de casas con fachadas de adobe e interiores de madera carcomida, construidas sobre una toma de tierra en un barranco inhabitable.
En una esquina unos niños culichosos jugaban trompo en un círculo polvoso y a unos metros de ellos un borracho dormía sobre un pequeño charco de vómito, entre bolsas de basura y unos perros famélicos que le lamían las manos.
—Este debe ser el barrio más hecho pija del mundo —dije, bromeando.
—Ajá —respondió mi amigo, sin prestar mucha importancia a mi comentario—. Llegamos —dijo luego, alegre, abriendo la puerta de una caseta de madera pintada con un rótulo de Cerveza Nacional, en donde atendía una mujer de unos 40 años, gorda y malhumorada, que pasó toda la jornada viéndonos de reojo mientras leía Memín.
—Éste es —dijo mi amigo, presentándome a unos jóvenes, que a juzgar por lo limpio de sus ropas debían pertenecer a otro barrio.
—¿Qué edad tenés? —preguntó uno de ellos.
—Quince —dije.
—¿Querés una cerveza?
—Ajá —afirmé, viendo los carteles de mujeres semidesnudas en las paredes del bar.
—Tita, traenos dos cervezas más —pidió el joven.
—Si mi amor —respondió la mesera atrás de la barra.
Los chicos eran un poco mayores que yo, difícil saber cuánto realmente, pero calculo tenían 16 o 17 años. Eran estudiantes de un instituto privado que se llama Modelo. Se habían quitado la camisa del uniforme y las tenían apiladas sobre las mochilas en una esquina del estanco, junto a la mesa en donde estábamos sentados.
Yo siempre tuve un gran interés por los chicos y chicas de colegios privados, me parecían más «sofisticados» que mis compañeros, hijos de obreros y vendedores ambulantes, pobres como yo, que olían a jabón supremo, habitantes de barrios hechos de retazos de ladrillo y madera podrida.
—¿Y vos tenés güevos chavo? —me preguntó el que parecía ser el líder del grupo.
Yo asentí con la cabeza sin comprender su pregunta.
—¿Matarías a alguien? —volvió a preguntar.
—¿Matar?
—Sí, ¿te quebrarías a un maje así nomás?
—¿Por qué haría algo así?
—No sé, siempre hay buenas razones para matar a una persona.
Miré al joven a los ojos, en su rostro se dibujaba una sonrisa burlona, los demás guardaban silencio esperando mi respuesta, yo tragué un sorbo de la cerveza que me acababa de traer la doña del bar.
—No sé —respondí—, supongo que depende de a quién y por qué.
—Supongo que sí —dijo y continuó hablando para los demás en la mesa, como a través mío—: Ayer mataron al Tufo —afirmó.
—¿Quién es el Tufo? —pregunté extrañado.
—Un maje de acá del barrio —dijo el amigo que me había llevado al bar.
Vi a los jóvenes que miraban en silencio la superficie de la mesa y comprendí que a pesar de estar bien vestidos eran de aquel barrio mugriento.
—¿Y era amigo de ustedes? —pregunté cauteloso, como abriendo un agujero en un cerro gelatinoso.
—El Tufo no tenía amigos —dijo el líder—, acá nadie los tiene.
En la barra la mujer gorda reía con la vista fija sobre el libro de historietas.
—Ese maje se subía a los buses para asaltar, pero antes se ponía bien pedo con pegamento. Creo que tenía miedo a que lo mataran adentro de un bus.
—Claro —dijo otro de los jóvenes—, ¿quién no se pone cagado cuando asalta?
Todos asintieron con la cabeza, yo asentí aunque nunca había asaltado y presté atención buscando tomarle el hilo a la conversación. El líder hizo un gesto con la mano, estirando el índice hacia su botella vacía, pidiendo una cerveza para él.
—Una tarde le ordenó a unos chavos que enterraran a una vieja que le habían cobrado una deuda pendiente —dijo el líder—. Era una señora como de cuarenta años, algo gordita, que quién sabe qué había hecho para que la mataran.
—¿En este barrio fue eso? —pregunté, esperando quizá que me dijera algún punto conocido.
—No, fue cerca de la San Francisco. La cosa es que llevaron a la doña engañada, le dijeron que iba a hablar con alguien y cuándo supo qué ondas, era porque la estaban apuñalando en los riñones. El Tufo puso a unos chavos a que abrieran un agujero en el patio de atrás, con unas palas viejas gastadas de tanto hacer mezcla, y una piocha que tenía reventado uno de los extremos. El patio era duro, de una piedra gris que tronaba a cada golpe. Tenían miedo que por el ruido a los vecinos les diera por llamar a la policía, pero no fue así. Cuando abrieron el agujero arrastraron a la mujer dejando una línea de sangre en el suelo y la arrojaron al hoyo. Pero no cabía; los pies le quedaban afuera del agujero como cuando uno se acuesta en una cuna de bebé. Ellos intentaban hacer entrar las patas doblando las rodillas hacia atrás, pero nada. «No cabe» dijeron al Tufo y él se les acercó y se puso a ver el cuerpo pensando cómo acomodarla: «Vieja hija de puta» —dijo—. Y comenzó a doblarle las rodillas hacia delante para quebrarlas, pero nada. Puso su pie sobre la rodilla de la señora y con los brazos halaba desde los tobillos para partir las coyunturas.
—¿Vos estabas allí? —Pregunté, curioso.
Hubo un silencio incómodo. El joven me miró y sin responderme siguió con su relato.
—Todos estaban de pie junto al agujero contemplando con espanto la escena. La doña andaba unos calzones rosados y llevaba puesto un cotex manchado con sangre. «Ayuden hijos de puta, hay que cortarle las patas a esta cabrona» —dijo el Tufo. Y todos se movieron como sacados de un trance. Buscaban por la casa algo que les sirviera para amputar las extremidades de la mujer: un serrucho, una sierra, pero sólo había un machete, corto, sin punta y sin filo. «Esto es lo único que hay», dijo alguien mostrando el machete. «¡Cortá pues hijueputa!», gritó el Tufo y comenzaron a machetear las piernas de la doña, como quien corta un palo de leña, un golpe para un lado, un golpe para el otro, hasta que el machete rompió el hueso y sonó el ¡clic! que hace cuando se cercena.
—¿Alguna vez has visto una pierna humana sola, sin dueño, sin cuerpo?—me preguntó el joven con un tono sombrío.
Yo negué con la cabeza, viendo en sus ojos el reflejo de una pesadilla.
—Es flácida y triste —dijo, bajando la vista, como buscando la imagen en el suelo del bar—. ¿Y dos piernas?
Volví a negar.
—Son como un par de zapatos o un par de botas que nunca más podrán andar.
Yo guardé silencio, la imagen de las piernas sin cuerpo comenzó a perforar en mi cabeza.
—¿Es cierto eso? —pregunté luego de un rato a mi amigo.
—¿El qué?
—¿Que mataron a esa doña?
—No sé, es lo que cuentan —dijo.
Allí pasamos varias horas, entre conversaciones que saltaban de tema en tema. Yo me sentía fascinado por el grupo de jóvenes y sus distintas historias.
En algún punto de la jornada uno de ellos me ofreció un par de pastillas Valium. Me dijo que debía combinarlas con cerveza para tener una experiencia que no puedo describir, simplemente porque no la recuerdo.
Esto es lo que puedo recordar: luego de tomarme las pastillas me subí a un bus camino a casa y terminé al norte de la ciudad, cerca de la represa Los Laureles (…) caminé de regreso por el bulevar con la camisa del uniforme en la mano, sucia, intentando no llamar la atención de los peatones que me miraban con censura (…) toqué insistente a la puerta de la casa de un amigo para pedir un vaso de agua y alguien salió a decirme que me había equivocado de casa (…) pateé a un perro que me seguía como si yo cargara comida en las bolsas del pantalón (…) oriné desde el pasamanos de un puente peatonal, viendo mis orines caer sobre los carros que abajo pasaban (…) rayé con una piedra la puerta de un Mercedes Benz, porque odiaba pensar que yo nunca tendría uno parecido (…) y llegué a mi cuarto completamente desorientado…
—Óscar anda como bolo —dijo la chismosa de mi hermana a mi madre cuando volvió por la noche después de 12 horas de trabajo.
Mi madre subió al cuarto y trató, inútilmente, de interactuar conmigo.
—¿Qué te dieron? —preguntó.
—No sé —respondí.
Mi próxima memoria fue el Hospital Escuela con un lavado estomacal. Una desagradable manguera que metieron por mi boca para sacar lo que sea que me había metido. Quizá mi madre estaba exagerando y no era necesario tanto drama, pero las madres son así y yo no estaba para oponerme a sus soluciones.
Por la mañana desperté en mi cuarto. Eran las 9 y llegaría tarde al colegio. Me vestí, aún intoxicado por los excesos del día anterior y me fui a la escuela.
Al atravesar el portón principal del colegio vi que mis compañeros se iban apartando, abriendo brecha como en Los diez mandamientos el mar se le abre a Charlton Heston y en el fondo del punto de fuga, entre las caras sorprendidas de todos: mi madre —cual interminable pesadilla— conversando con el director del colegio.
—¿Qué drogas usaste? —me preguntaron en la oficina del director.
—No sé —mentí.
—¿Quién te las dio? —querían saber.
—No sé —volvió a mentir.
—¿Con quién te fuiste?
—No sé —dije, inútilmente, pues mi otro compañero de aventura estaba también en la oficina del director.
Hubo llanto, indignación, amenazas. Finalmente y para evitar ser expulsado, tuve que aceptar un tratamiento «preventivo» con un siquiatra en el Hospital «el negro» —como le dice la gente cuando quieren llamar al Hospital Neuropsiquiátrico de Agudos, Mario Mendoza.
Cuando llegué al hospital sentí miedo. Allí estaban decenas de orates con los rostros como pinturas de Van Gogh. Pensé que me internarían, que me harían exámenes y descubrirían una rara enfermedad mental que me obligaría al confinamiento el resto de mi vida.
El psiquiatra que me atendió era un retrato pirata de Sigmund Freud y por eso lo recuerdo como Segismundo. El me hizo un test de inteligencia que se negó a mostrarme —lo cual reforzó mi miedo de la rara enfermedad— y como parte del tratamiento comenzó a hacerme miles de preguntas:
—¿Tenés Novia?
—No.
—¿Qué figura ves acá?
—Dos piernas sin cuerpo.
—¿Qué piensas cuando te enojas con tu madre?
—Nada.
—¿Te masturbás…?
Acá debo de parar para recordar que yo tenía quince años. Hacía tres o cuatro años había descubierto la masturbación, como quien entra a la fábrica de Willy Wonka con licencia abierta para comer lo que quiera y sí, si me masturbaba. De hecho lo hacía cada vez que podía y me gustaba. Segismundo, que apuntaba mis respuestas en una libreta opaca, repitió su pregunta con insistencia.
—¿Te masturbás, Óscar?
—Sí, si lo hago —dije en voz baja, como escondiendo un terrible secreto.
—¿Cuántas veces lo hacés al día? —fue la pregunta del doctor.
Me cayó mal Segismundo. «¿Qué le importa a este pendejo cuantas veces me hago la paja, o en qué pienso, o en quién?» —Me pregunté. Quise decir algo, quise gritarle que me dejara en paz, que seguramente él también se pajeaba viendo sus notas en la libreta, que en ese momento habían en el mundo un millón de jóvenes de mi edad jalándose la verga y que estaba bien, porque era rico, porque era normal. Pero no dije nada, no cuestioné su autoridad. Él era el médico, el experto, el siquiatra que podía ver el interior de mi mente y yo nomás un cipote semiadicto y medio tarado con un problema crónico de masturbación.
—Diez veces —dije, más para provocarlo que para responder realmente, pues nunca había tomado la molestia de contar mis pajas.
—Ujum —respondió Segismundo, mientras anotaba en su libreta.
Así pasé varias visitas con preguntas más o menos en el mismo tono. Había una obsesión perversa de Segismundo en mi sexualidad que me molestaba sobre manera. Pero debía terminar el tratamiento, era el compromiso que había asumido en la escuela para no ser expulsado.
Cuando finalmente terminó, mi madre fue llamada a la clínica para hablar en privado con Segismundo.
—Esperanos acá afuera Óscar, que necesito hablar con tu madre —dijo el doctor.
Yo me senté a esperar, miraba la pared de plywood y la puerta cerrada. Las enfermeras de blanco que circulaban de un lado a otro del pasillo y un loco que se salió sin ser notado y buscaba el parqueo cuando uno de los guardias de seguridad lo detuvo.
—Venga pa´acá papá —le dijo el guardia tomándolo del brazo.
—No —dijo el loco, rogando—, si yo ya estoy bien.
—Eso no lo decide usted, señor —dijo con firmeza el vigilante mientras lo llevaba a las celdas que estaban detrás de mí.
—Mierda —pensé, viendo la puerta cerrada del consultorio.
Frente a mí pasó una enfermera, yo tenía mi cabeza baja y sólo vi sus piernas que avanzaban como dos botas alegres.
—Sólo a mi me pasan estas cosas —me dijo un joven que se había sentado a mi lado—, puta que estoy salado.
Yo lo vi con curiosidad, como buscando encontrar algo de familiaridad en su rostro. El joven estrujaba con sus manos la correa de un casco de motocicleta mientras miraba al suelo, como levantando piezas de un rompecabezas que sólo en su mente existía.
—¿Qué pasó? —pregunté.
—Perdí el casco de mi moto —me respondió.
—¿Y ese pues? —dije, como se le pregunta algo lógico a un loco.
—Este es prestado —comentó el joven sonriendo.
—¿Pero el suyo lo perdió?
El hombre asintió con la cabeza.
—El viernes iba para mi casa cuando vi en una pollera a unos amigos que tomaban cervezas —comenzó a contar—. Me paré a saludarlos y me quedé al final con ellos bebiendo. Eran como las once de la noche y con nosotros estaba una muchacha que yo apenas conocía. Ella vive enfrente de la pollera. Recuerdo bien que al otro lado del negocio habían varios hombres bebiendo, dos de ellos eran policías, pelo corto, brazos fuertes, vestidos de civil. Primero pensé que estaban jugando, haciendo alguna broma de mal gusto o algo así, no les di mucha importancia; he visto esas cosas pasar varias veces y las bromas fuertes son parte de la noche. Pero luego uno de los hombres comenzó a gritar insultándonos a nosotros.
—¡Estoy a verga de estos hijos de puta! —dijo, mientras el otro reía como idiota.
»Nosotros nos quedamos serios, no sabíamos cómo reaccionar.
—¿Qué me ves hijo de puta? —me preguntó el más pequeño—, ¿te gusto o qué putas?
»Yo no dije nada, baje la mirada para evitar confrontarlo. Mis amigos se pusieron de pie buscando la salida. Aquel hombre nos gritaba cada vez más enfurecido. Finalmente se abalanzó sobre mí:
—¡Te estoy hablando a vos hijueputa! —Me dijo, mientras me golpeaba la cabeza con la cacha de la pistola.
»Con su mano me agarró de la camisa y me tiró al suelo. Con dificultad, impulsado más por el instinto, logré llegar hasta la puerta mientras el sujeto intentaba darme una patada en el estómago y cómo no me alcanzó comenzó dispararme».
—¿A dispararle? —pregunté asustado al joven del casco que me relataba la historia, como quién habla con un fantasma.
—Si —me dijo y continuó con su relato—: Era como un demonio, algo que nunca había visto. Nadie intentó detenerlo. Corriendo llegamos a la casa de la chava que estaba con nosotros, abrió la puerta y nos metimos. El hombre nos gritaba desde afuera, amenazante, disparando de vez en cuando a las ventanas de la casa. Estaba como loco, con una rabia que no comprendíamos. Nosotros nos tiramos al suelo para protegernos. Estábamos cagados de nervios, él nos avisaba que iba a entrar para matarnos a todos.
—¿Y porqué no llamaron a la policía? —pregunté, interrumpiéndolo.
—Eso hizo la chava —dijo el joven—. Tomamos el teléfono y marcamos a la policía, luego de un rato de espera nos contestó alguien. Le explicamos que un hombre nos tenía acorralados y nos disparaba. Dimos la dirección exacta, describiendo las características del hombre.
—¡Estos hijos de puta están llamando a la policía! —gritó desde afuera.
»Pudimos ver por la ventana que tomaba su radio de comunicación y respondía a la central, les dijo que él estaba cerca y que asistiría al llamado. Al cortar volvió a dispararnos pegando en la puerta de la casa. Estaba aún más enfurecido.
—¡Los voy a matar a todos! —nos gritaba.
»Nosotros estábamos cagados adentro de la casa. En la pollera habían varias personas que no se qué se hicieron, pues cuando todo comenzó, desaparecieron como por arte de magia. Recuerdo sí, había un joven que atendía el negocio: Delgado, achinado, como de unos veinte años. Cuando el hombre comenzó a gritarnos, el joven, buscando escapar de los problemas, se metió a un cuarto de atrás que usan como bodega. Cuando supimos de él, el otro hombre lo traía arrastrado. Iba echando sangre por la boca y apenas se movía, creo que estaba muerto.
—¿Muerto? —pregunté.
—Creo que sí —me respondió—. El otro hombre lo traía arrastrado.
—Ayudame a echar a este hijueputa allí —dijo al mas pequeño.
»Nuestro atacante se guardó el arma en la cintura y junto al chaparro tomaron de brazos y pies al joven del bar y lo arrojaron a la paila del carro.
»El más pequeño volvió con un fusil en la mano, lo cargó y comenzó a disparar a las paredes de la casa en donde estábamos. La muchacha que nos acompañaba comenzó a gritar desesperada. Luego escuchamos el carro de los tipos que se encendió para después partir del lugar. Tardamos mucho rato en movernos, escuchamos cuando llegó la patrulla de policía pero no salimos, nos quedamos en el suelo viendo las luces de la patrulla que cubrían por completo la calle oscura del barrio. Después la patrulla se fue. No hicieron preguntas, no tocaron a nuestra puerta. Simplemente se fueron. Cuando me atreví a salir de la casa, vi que se habían llevado mi motocicleta.
—¿Quién se la llevó?
—No se —me dijo el joven, viendo su casco—. La policía creo. Yo tuve que irme a pié, con miedo de encontrarme en el camino con los locos de la pollera.
—Pucha que mal pedo —comenté.
El hombre asintió con la cabeza.
—Estoy vivo. —Dijo, sonriendo, nervioso.
—¿Y le robaron la moto entonces?
El joven negó con la cabeza.
—No —respondió—, a la mañana siguiente fui a la posta a recoger la moto que tenían inscrita como abandonada. Allí me enteré que los policías habían reportado un enfrentamiento con pandilleros en la pollera la noche anterior: un joven había muerto, decía el parte policial y estaban investigando si era de la pandilla o sólo alguien que pasaba por el lugar.
—¿En la pollera? —pregunté.
—Sí —me dijo el joven—. Los chepos lo mataron. Me preguntaron que qué conocía yo de los hechos y les dije que al escuchar los disparos me había ido dejando la moto tirada, que no sabía nada, que no había visto nada, no había escuchado nada. Ellos me creyeron.
—¿Y la muchacha de la casa? —pregunté.
—No sé, no he vuelto allí.
—¿Y qué va a hacer ahora?
—Nada, no hay nada qué hacer —respondió al momento que Segismundo salía del consultorio.
El joven se levantó al ver al doctor en el umbral de la puerta.
—Doctor, necesito hablar con usted —le dijo.
—Espéreme un momento por favor —respondió el doctor con un tono frío, invitándome a entrar a su consultorio.
—Adiós —dije al joven que no me respondió, viendo la correa del caso en sus manos.
Yo entré al consultorio. En una silla frente al buró del doctor estaba mi madre, llorando.
—Óscar —me dijo Segismundo, tomando asiento—, tenés que dejar de hacer lo que estás haciendo.
Yo no entendí a qué se refería pero igual asentí con la cabeza.
—Vas a matar a tu madre de una decepción —me remarcó, mientras anotaba en un papelito la receta médica que habría de curarme de lo que sea que tenía.
—Va a tomarse una de estas cada día durante 30 días —le dijo, extendiendo la receta a mi madre.
—¿Qué es? —pregunté, y un silencio se metió por la ventana de celosías.
Cuando sacamos el medicamento de la farmacia, vi con inquietud cómo las pastillitas eran exactamente iguales a las que tomé el día que me escapé del colegio y me fui al bar de aquel barrio hediondo. Y en efecto, eran pastillas Valium: 30 unidades, que vendí a mis amigos en el Instituto Modelo.
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