—Vos sos raro —me dijo un día Iván, el hermano mayor de mi amigo Roger.
—¿Cómo raro? —le pregunté.
—Sí —dijo—, hablás todo el tiempo pero no decís lo que estás pensando.
Iván tenía razón, raramente decía lo que estaba pensando. Había aprendido a no hacerlo, era una estrategia de sobrevivencia, pues sabía que la honestidad puede ser un arma de destrucción masiva.
Roger e Iván vivían cerca del aeropuerto en una lujosa casa decorada con antigüedades religiosas. Su padre era dueño de una agencia de viajes en el bulevar Morazán y nunca conocí a su madre. En su casa pasé muchas noches y más o menos sentí que era parte de la familia.
Su casa tenía un patio con un jardín que me parecía hermoso. En mi barrio no habían jardines ni patios y las casas se iban construyendo en una especie de emulación a la forma de construcción maya: Una sobre otra.
Una tarde llegó Iván con un pequeño fúsil automático Uzi color negro que a mí me parecía de juguete.
—¿Y por qué tenés esto? —pregunté.
—Te la vendo —me dijo Iván, burlándose, pues sabía yo no tenía dinero para comprarla.
—¿Y quién compra este tipo de armas? —volví a preguntar.
—Gente que las necesita —dijo, pasándome el arma.
Tomé en mis manos el arma, era pequeña, apenas pesaba. Tenía un cargador que sobresalía al mango y una especie de soporte que servía para colocar la segunda mano y dar más estabilidad al momento de disparar. La culata era pequeña, al igual que el cañón que apenas salía unos centímetros del cuerpo.
—¿Querés probarla? —me preguntó Iván, cómo quien invita a un posible comprador en una tienda de electrodomésticos para que pruebe el sonido de una radio o la definición de la imagen en un televisor.
—Sí —dije.
Al fondo del patio había una pared de ladrillos con tantos agujeros negros que parecía un tapiz de piel de leopardo. Allí era el polígono que usaba Iván regularmente para probar las armas con las que traficaba y allí descargué por primera vez aquel maravilloso artefacto.
Un arma automática tiene un poder especial. No era como el revolver del abogado, que disparas con un intervalo de segundos entre una detonación y la otra. En las automáticas las balas salen solas, buscan por sí mismas el destino e igual les da si es una pared de ladrillos o la integridad de una persona. El dedo se pega al gatillo y sin darte cuenta soltás 20 o 25 balas de un toque. Yo me sentía poderoso, rico, era un especie de placer sexual que me provocó una erección.
—¿Te gusta? —me preguntó sonriendo Iván.
—No —le dije, consciente que él sabía que le estaba mintiendo.
—Jodás pendejo —dijo riendo, quitándome el arma.
Iván tenía todo lo que a su edad se puede querer. Dinero, mujeres, una moto enduro 250 (con la que quise aprender a manejar y que provocó en mi tobillo una seria fractura al caerme de ella) y un BMW deportivo color negro que usábamos con Roger para pasear por la ciudad.
En ese carro me sentía grande. Era fino, suave. Yo sabía que en él la gente me mirara con más respeto.
En mi casa teníamos una vieja paila que odiaba. Nunca me gustó viajar en paila. Despeinarme, aguantar el sol implacable del eterno verano de Comayagüela, mascar el polvo de los caminos de tierra, mojarme bajo las lluvias torrenciales del trópico. Cuando uno viaja en paila, las gotas de lluvia duelen profundamente; golpean con tanta fuerza que es imposible mantener los ojos abiertos, o cerrados, de hecho es imposible mantener la cara en alto y uno debe agacharse cubriendo el cuerpo, el rostro, hacerse una bola humana contra la cabina seca y confortable, pero llena de gente. Era un Toyota Hilux 1978 que duró más de 30 años. Mi padrastro lo había comprado pensando en usarlo para vender pan, pero con la quiebra del negocio prefirió dejarlo para vehículo familiar. El verdecito le decíamos, que después pasó a ser azulito cuando lo pintaron y que servía por igual para cargar motores de elevadores, arena de construcción, muebles en las mudanzas, familia y amigos en los paseos fuera de la ciudad o las elegantes fiestas.
Una vez mi padrastro alquiló un carro, muchos años antes. Los superiores de la empresa de elevadores donde trabajaba venían de visita y necesitaba un vehículo para recibirlos. Era un sedán azul metálico, cómodo, nuevo, modelo 1985. Juntos fuimos de paseo por la ciudad. Yo me sentía importante, como uno de esos niños que veía todo el tiempo a bordo de carros elegantes.
—Hay que tener cuidado de no ensuciarlo —pensé. Y me sacudí bien los zapatos antes de entrar.
La ciudad desde las ventanas cerradas de un carro nuevo, con olor y sabor a aire acondicionado, se ve diferente, como más limpia, como más linda.
Con Roger tomábamos el BMW para ir de paseo, conocer chicas y hacer compras en el supermercado. Yo me sentía superior en ese carro.
Así conocí una chica en una fiesta. Era linda, tenía unos ojos acaramelados y un cabello que caía sobre los hombros formando suaves olas negras. Nos presentamos, nos gustamos, nos besamos y con Roger la fuimos a dejar a su casa. Vivía en un barrio pobre al sur de la ciudad, cerca de la Sinaí, donde «entra quien quiere y sale quien puede». Ella fue mi novia por varias semanas y la llegué a querer. Hasta que se me ocurrió sincerarme con ella y la invité a mi casa: «si va a estar conmigo, tiene que saber quién soy» —pensé.
Era un día sábado por la mañana, yo había limpiado bien toda la casa y decorado con cuidado mi habitación. Mi novia llegó y vio con atención hasta el último detalle, parecía la inspección que hace un sargento en las barracas de los reclutas: las láminas de cinc a pocos centímetros de mi cabeza, negras de tan viejas, las paredes de bloque pintadas de blanco amarillado por el tiempo, los sillones roídos y hundidos de tanto dormir en ellos. No había mesa de comedor en mi casa. La cocina era precaria y mi habitación era un calabozo aún en construcción, con una cortina por puerta y una colchoneta en el suelo, un radio viejo y varios libros que había robado quién sabe de dónde.
—¿Aquí vivís vos? —preguntó mi novia.
—Sí —le dije, consciente que había sido un error llevarla a casa.
Yo pude ver la desilusión en su rostro. Hasta ese momento comprendí que mi novia pensaba que Roger y yo éramos de la misma clase social, que mi casa sería tan linda como la de mi amigo. Ella se sentó en la colchoneta de mi cuarto, ojeando las páginas de un libro de historia de la revolución francesa; luego hojeó unos poemas de Neruda como quien revisa los clasificados de un periódico, para después acostarse viendo al techo. Yo estaba sentado en el suelo en una esquina de la habitación observando su incomodidad.
—¿No es lo que pensabas verdad? —pregunté.
—No sé de qué estás hablando —dijo.
La visita duró poco, ella buscó una excusa para salir antes de lo programado y no volvió a contestar mis llamadas.
Con los días Roger también dejó de contestar mis llamadas y mis visitas a su casa se volvieron incómodas, hasta que me contó que era lo que había pasado.
—Maje, mi papá piensa que vos sos una mala influencia para mí —me dijo una tarde.
—¿Cómo así? —pregunté.
—Descubrió que le he estado robando unos cheques y falsificando la firma.
—¿Y yo qué tengo que ver con eso?
—Vos me acompañaste al banco.
—Si, lo recuerdo. Pero eras vos quien robaba los cheques.
—Pero yo le dije que fuiste vos quién me convenció —dijo—. Y creo es mejor que ya no vengas ya a la casa.
Salí de la casa de Roger esa tarde, viendo por última vez el retrato de un Cristo crucificado de mirada baja, la sangre le caía por el rostro y las espinas de la frente parecían salir del lienzo.
Meses después volví a saber de la familia de Roger. Iván había ido a probar un arma a un solar baldío con un posible comprador que lo sorprendió y le descargó la Uzi 22 veces. Era el mismo fusil que yo había probado en el patio de su casa. Cuando supe de la muerte de Iván, no dudé que debía ir a su velorio. Llegué y vi a su familia llorar la pérdida de aquel joven de 24 años, muerto de forma trágica. En una esquina estaba Roger con su novia. Era la chica de los ojos acaramelado que yo tanto había querido. Se veía bella vestida de negro, sus anteojos oscuros ocultaban su llanto e impedían dejar saber la dirección de su mirada.
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