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Foto del escritorÓscar L. Estrada

Los zapatos

Mi padrastro quería que yo fuera un buen obrero. Pobre, nunca entendió nada realmente. Cuando recibí mis calificaciones de ese año 1991, decidió que lo mío no era el estudio. Él, que no había pasado del sexto grado, me sentenció a una vida de trabajos forzados.

—Un hombre no es un hombre si no sabe un oficio —dijo, sin siquiera verme y me mandó a vender pan.

Él compró una van Volkswagen amarilla con 20 años de uso que destinó para vender pan en los barrios de Tegucigalpa. Recuerdo escucharlo hacer cálculos del tiempo que tardaría en pagarla y que luego compraría otra extendiendo su imperio a dos, tres, quizá cinco carros repartidores. Yo odiaba aquel negocio. Esas madrugadas frías de sueño cortado, desayunar en la calle con el mismo producto que vendíamos, levantarme a las 4:30 de la mañana para ir con el chofer a recoger el pan en una panadería industrial, en donde los dueños, unos turcos de apellido Dacaret le gritaban a los empleados llamándolos «hijos de puta» y los empleados se tocaban las nalgas entre sí, llamándose «culeros». Odiaba recorrer los barrios más pobres de la ciudad en medio de nubes de polvo rojo, vendiendo un pan que me sabía a culo, sonriéndole a doñas gordas y feas que me trataban con desprecio, pues en su sistema de castas sociales, el ayudante del vendedor del pan estaba debajo de la vendedora de la pulpería.

—El cliente siempre tiene la razón, cipote —decía el chofer, haciéndome aguantar el orgullo frente a aquellas viejas gordas y malhumoradas.

Disfrutaba sí de escuchar las historias del chofer que contaba de los mundos fantásticos que conoció en su tiempo de marinero, donde cogió gonorrea pero se curó.

—Ahora uno se puede curar de cualquier cosa —dijo, antes de bajarse del carro—. Esperame acá, voy a ir a administrar la soledad de esta doña. Si viene el marido pitas, ¿oís?— Me ordenó, para luego meterse a la pulpería y salir media hora más tarde con una amplia sonrisa en el rostro.

—Pal´cliente, lo que pida —sonrió.

Yo asentí con la cabeza.

—¿Vos ya le diste de comer a la bestia? —Me preguntó mientras manejaba.

—¿El qué?

—¿Qué si ya parqueaste el cádilac? ¿Mojaste la brocha? ¿Humedeciste el muñeco? ¿Señalaste con el dedo sin uña? —preguntó.

—¿Qué es eso?

—¿Qué si ya te desvirgaste pués? —insistió, desesperado ante mi ignorancia.

—Ah eso. No. —mentí, sin querer realmente entrar en detalles con él.

—¿Cuántos años tenés?

—Diecisiete.

—Pues yo a tu edad ya había agarrado mi primera enfermedad venérea —dijo, hinchando el pecho, orgulloso.

—¿Y eso es bueno? —pregunté, arrugando la cara con asco.

—Antes no era bueno la verdad, pero ahora todo se cura y no hay de qué preocuparse.

—¿Pero, y el sida?

—¿El qué? —dijo, viéndome como quien escucha por primera vez esa palabra.

—El sida. ¿No le da miedo el sida?

—Ay no cipote —dijo—, eso le da sólo a los maricones.

El chofer detuvo el carro a un lado del camino, como urgido por una emergencia, me miró fijamente y me preguntó:

—¿Cuándo lo vas a hacer?

—¿El qué? —pregunté.

—Coger cipote, ¿que sos bruto vos o qué?

—Ah… eh… no sé. Algún día.

—Pues, es mejor que te des prisa, si tardás mucho te van a salir pelos en la mano —comentó riendo, bajándose del carro y entrando a un mercadito vacío y estrecho como un túnel.

Mientras esperaba al Chofer, yo observaba los carros circular por la avenida, el sol del medio día explotaba en el asfalto de Comayagüela soltando una nube de vapor que deformaba el horizonte. Buscando bajar la ventanilla, vi que las llaves de la van estaban en el volante.

—Podría mover el carro a la sombra —pensé.

Me senté frente al volante, di al encendido y sin entender cómo, sentí al carro dar un brinco, cual caballo chúcaro, ensartándose en el costado de una camioneta Toyota año 1985 color negro que pasaba por la avenida —exactamente igual a la que recibió de sus padres Marty McFly.

—Este golpe lo vas a pagar de tu salario —dijo mi padrastro cuando llegó a responder por el accidente.

Acepté, sabiendo que llamar salario a lo que yo ganaba era un chiste.

Durante varios meses trabajé para pagar las reparaciones del accidente. El no ganar por mi trabajo me hizo odiar aún más aquel negocio de distribuidor de pan y para terminar con mi sentencia me dispuse a hacer quebrar la empresa. Me robaba las ganancias (que nunca eran muchas) y regalaba el pan; descuidaba los clientes dándoles pan viejo o quebrando las galletas antes de entregarlas, todo con tal de hacer fracasar el negocio para no ir a vender.

Un día mi padrastro no pudo más y cerró el negocio de vender pan. Previamente me despidió.

—Ni creás que te has salvado —advirtió—, ahora mismo vas a ir a trabajar en otra cosa, una en donde no tengás contacto con el dinero.

—Pero ¿y mi colegio? —reclamé.

—Si te importara tu colegio no sacarías esas notas.

Así comencé a estudiar por la noche. Trabajaba en la empresa que administraba mi padrastro, instalando ascensores en los edificios nuevos de la ciudad, con un viejito costarricense que sólo hablaba de «pichas», «pupusas» y «nalgas de india».

También odiaba ese trabajo. Odiaba andar siempre sucio, el olor a concreto de la construcción, el humor de los albañiles cuando se sienten en confianza, los almuerzos fríos, la vendedora de jugos que me coqueteaba todo el tiempo, bañarme en los toneles de agua para la mezcla a las cuatro y media de la tarde, para salir limpio al mundo, que desconoce el origen de mis manos callosas, e ir al colegio por la noche, donde a las nueve me caía del sueño.

—Esas son mariconadas. —Reprochó mi padrastro cuando intenté argumentarle mi capacidad intelectual como un impedimento para el trabajo físico de obrero de la construcción.

Una tarde, al salir del trabajo, vi a un joven más o menos de mi edad, que andaba unos zapatos tenis Reebok blancos que me gustaron mucho.

Yo siempre había querido tener un par de tenis así, desde que vi a mi vecino Moncho con unos parecidos. Insistí por días, semanas, para que mi madre me comprara unos iguales. Pero costaban el salario de un mes y ni en sueños podrían dármelos.

Para compensarme, mi madre me compró unos marca «Rebook», Made in El Salvador, que pretendían ser una especie de imitación de la marca americana, pero sólo eran una cosa monstruosa que unía la sandalia tradicional con suela de llantas y los burros de colegiales marca Caprisa y me avergonzaban terriblemente.

Yo odiaba aquellos zapatos. Y no podía sacar de mi cabeza cuánto me gustaban los tenis Reebok de aquel chavo que trabajaba en la construcción. Así que comencé a observarlo y seguir sus movimientos, ver en qué parte del edificio estaba trabajando, en dónde comía, dónde se vestía y en especial, a dónde dejaba los zapatos. Había estudiado bien sus movimientos y sabía que contaba con poco tiempo para mi «operación».

Una tarde, antes de las cinco, llegué al pequeño cuarto que finalizado el edificio sería el baño del centro de convenciones del Hotel Honduras Maya. Busqué entre ropas y botellas vacías de refresco, hasta que di con ellos. Pensé en ponérmelos inmediatamente, pero sería demasiado obvio. Así que los guardé en mi mochila y me los llevé.

No era la primera vez que robaba algo. En la navidad de 1988 robé un juguete. Fue cuando me tocó trabajar de empacador en el supermercado La Colonia. Yo tenía que limpiar la caja y sus alrededores, colocar el producto en los estantes, limpiar las bodegas, cargar y descargar los camiones y ayudar en el inventario que se hacía durante toda la noche, para no incomodar a la clientela. Entraba a las 9 de la mañana y salía a las 6 de la tarde y aunque era un trabajo sin salario, en donde mis ganancias eran lo que los clientes del supermercado daban de propina por el «favor» de guardarle las cosas en las bolsas y llevárselas al carro, se podía esperar hacer hasta 70 lempiras en navidad, que era lo que ganaba en toda una semana vendiendo pan.

En mi casa se daban pocos regalos en navidad. Era más bien una celebración de colores gastados, luces suaves y olor a pino en el piso. Mi madre, con los pocos recursos que daba mi padrastro, se concentraba más en asegurarse que hubiera comida para la cena de navidad, preparar la pierna de cerdo o el pavo, comprar los cohetes para reventar a las 12 y con suerte, un regalo para nosotros, normalmente un juguete barato que apenas duraba unas semanas.

Yo nunca había regalado algo para Navidad. Hasta entonces los regalos me los daban a mí y yo no hacía sino jugar con ellos. Pero ese año fue distinto. Inspirado por el derroche que se vivía en el supermercado, al pasar por el pasillo de los juguetes, vi las muñecas adornadas con papel de colores y celofán y pensé en regalarle una a mi hermana. Deseo tonto. Iniciar mi vida de ladrón con un juguete barato. Pero mientras más lo pensaba, más lo quería. Calculé mi dinero y vi que no tenía suficiente o quizá ni lo pensé: «nadie se va a dar cuenta» —me dije— y esperé la hora de salida: 6 PM. Pasé por el pasillo de los juguetes y tomé uno, simplemente tomé el primero que pude, una muñeca Made in China y la metí debajo de mi camisa buscando luego la puerta de salida.

—¿Qué andas allí cipote? —me preguntó el guardia de seguridad interceptándome a la salida.

—Nada —respondí.

—Enseñá, dejame ver.

El guardia me tomó del brazos, sacó la muñeca de debajo de mis ropas y frente a todo el mundo me haló hasta la oficina de seguridad. La gente se paraba ante el espectáculo, metían las cosas a las bolsas sin quitar la vista de mi. Había un silencio aterrador en todo aquello. Yo lloraba al ver los ojos curiosos de los clientes y compañeros de trabajo. «La pena se guarda para robar» —decía mi padrastro y yo me moría de vergüenza. Nunca, hasta ese momento, pensé en las consecuencias de mis acciones. Nunca, hasta ese momento, había entendido que las cosas no se roban, que tienen dueño y que el dueño las protege, aunque sea una muñeca estúpida que poco le importa, tiene dueño, aunque sea un juguete descartable que pronto irá a la basura, tiene dueño y aunque yo sea un niño idiota con la más pendejas de las intenciones, la muñeca tiene dueño.

—¿Con qué lo vas a pagar? —preguntó el guardia de seguridad.

—No tengo con qué —le dije, viendo el piso de la pequeña oficina.

—Te van a meter en una celda a pasar todo el fin de semana y adentro te van a pegar una tremenda cogida los demás presos. ¡Te va doler el culo por un mes! Es lo que siempre hacen con pequeños ladrones como vos. ¿Me entendés? —comentó el guardia, acercando su cara a la mía.

Yo sentí el olor agrio de su aliento mientras miraba el suelo esperando que un agujero se abriera y me tragara la tierra. Mi vida estaba terminada.

—¿Con qué lo vas a pagar? —volvió a preguntar.

—No tengo con qué —repetí.

Comencé a llorar, o más bien a fingir que lloraba de vergüenza, de miedo, de impotencia, pues aunque estaba asustado las lágrimas no salían por sí solas y yo imaginaba que un poco de drama haría más fácil la escapatoria.

—Voy a llamar a la policía, cipote —dijo el guardia.

Yo saqué de mi bolsa lo que había ganado durante ese día.

—Esto es todo lo que tengo —balbuceé, extendiendo un manojo de billetes arrugados.

El guardia tomó el dinero y lo contó.

—Tené, para el bus —me dijo, extendiendo dos lempiras.

Al salir de la oficina de seguridad, sin dinero y sin la maldita muñeca, vi a mis compañeros de trabajo que me miraban con lástima. No me detuve, simplemente me fui y no volví nunca más.

Pero eso fue antes de que robara los zapatos. Esa vez no me detuve a pensar en la vergüenza porque no fui agarrado infraganti y al contrario, iba feliz camino al colegio pensando en el desgraciado de la construcción que posiblemente estaba en ese momento buscando sus tenis por todos lados, probablemente llorando, pues había trabajado por varias semanas para poder juntar el dinero y comprárselos. Podía imaginarlo patear las botellas vacías con surcos de lágrimas en la mejilla, yéndose con los burros deshechos de trabajo, llegar a su casa y contar a su madre con vos ronca y arrugada:

—Me robaron los tenis, mamá.

—¿Cómo mijo? ¿Quién te los robó?

—¿Yo cómo voy a saber quién me los robó, mamá?, me los sacaron de donde los tenía guardados en la construcción.

—¿Estás seguro hijo que te los robaron?

—Sí mamá, los busqué por todos lados y nada.

—Ay mi´jo, pero trabajaste tanto para comprar esos zapatos.

—Yo sé mamá, eran mis zapatos preferidos y ya no los tengo.

Y luego llorar desconsolado en los brazos de su madrecita santa.

Yo me sentí mal, pero fue sólo por un momento. Porque al llegar a casa los saqué de mi mochila y los lavé. Los zapatos tenían impregnado un olor insoportable a pata juca, como si los hubieran metido a un charco hediondo.

—Que cerdo que es este maje —me dije, mientras lustraba los tenis con pasta blanca de la que usaba mi madre para limpiar los zapatos con los que trabajaba en el Hospital. Y me los puse, orgulloso de mi adquisición.

Los zapatos me quedaban chicos, pero eso no me importó. En el barrio caminaba cual chompipe entre mis amigos que apenas notaron mis zapatos nuevos. Tenía el cuidado de no usarlos para ir a trabajar o los cargaba en la mochila —envueltos en una bolsa de plástico para no impregnar de tufo mi cuadernos— y usaba solo al entrar al colegio. No quería que el dueño de los zapatos los fuera a ver. Pero finalmente tuve que enfrentarlo, cuando noté el revuelo cerca del túnel donde trabajaba.

El chavo había revisado entre mis cosas y había encontrado sus tenis. Los tenía en sus manos como prueba de mi delito y gritaba alterado exigiendo justicia.

Yo, naturalmente, lo negué todo y le acusé de estar inventando la historia.

—¿Para qué iba yo a robarle sus zapatos? Mi padre es el jefe de los ascensores y no tengo necesidad de andar de ladrón —argumenté.

La mayoría de los testigos pareció entender mis razonamientos, de que sólo roba quien necesita robar y yo, un intelectual estudiante de la escuela nocturna, bailarín aficionado, un artista con gusto por la poesía, era incapaz de robar cualquier cosa que no fuera un beso o una flor.

—Dáselos —le dijeron.

—¡Pero si son mis zapatos! —gritaba el joven y seguía—: ¡Miren esta marca acá, yo se la hice!

—Esa marca se la hice yo jugando potra —dije.

—¡Mentira, yo compré estos zapatos con mi dinero! —decía.

—Dale los zapatos al chavo —le ordenaron al joven que permanecía estático viendo como los espectadores se iban poco a poco y lo dejaban sólo.

—Dáselos —le ordenó el maistro de obra.

Él me los dio, yo tomé mis zapatos y me los puse frente a su impotencia, luego me fui.

Días después mi padrastro supo del incidente de los zapatos, me miró a los pies y vio la prueba de mi culpa.

—Vas y los devolvés inmediatamente —ordenó—. Prefiero tener un hijo maricón que ladrón.

Yo comprendí que no podía quedarme con los zapatos y tampoco podía devolverlos: eso sería reconocer mi criminalidad frente a todos en la construcción.

—Lo que fácil viene, fácil se va —me dije.

Así que hice lo mejor que podía hacer... caminando al trabajo una mañana, paré en el puente del Instituto Cultura Nacional, saqué los Rebook odiosos de mi mochila y me los cambié, tome los zapatos bonitos en mis manos y los arrojé al río , viendo como desaparecían, flotando en las aguas oscuras.

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