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Foto del escritorÓscar L. Estrada

Nancy


Con Will conocí a mucha gente rica: íbamos a fiestas en casas lujosas, de piscinas privadas y servidumbre con uniforme, de bebidas finas en coctel y mujeres con olor a flores. Era un mundo brillante que me gustaba. Pero también tenía un lado oscuro, una sombra lúgubre que se exponía en lo más profundo de la noche.

Un día Will me presentó a un hombre que le decían Abogado, aunque nunca supe realmente si esa era o no su profesión. Tenía unos 50 años de edad, de manos pequeñas como de niña y una panza cervecera que ocultaba con el saco. Disfrutaba mucho salir con menores, a las chicas les metía mano cuando pasaban frente a él, levantándoles la falda para mostrarnos los culos redondos de las adolescentes y a los varones nos agarraba la verga apretándola con fuerza para hacernos saber quién era el alpha de la manada.

A mí me caía mal, me parecía un tipo pedante y estúpido que usaba su dinero restregándonoslo en la cara con desprecio.

Una noche salimos con él. Era una noche cálida de marzo, cuando las hojas bailan en los árboles hasta caer agotadas sobre el pavimento fracturado de la ciudad. Yo trabajaba en la radio a donde llegaron a buscarme en un viejo Mercedes Benz con asientos de cuero blanco.

Cuando subí al carro la vi. Era una chica blanca (lo que en Honduras llamamos blanco) de cabello castaño liso atado con una cola en la coronilla, delgada y con unos cachetes gruesos, ojos grandes y limpios que parecían verlo todo por primera vez. Vestía un pantalón crema que le llegaba a media pantorrilla, una camisa fina que apenas cubría sus dos pechos y servía de punto de fuga a mi mirada.

—Yo te conozco —me dijo ella con una amplia sonrisa.

—¿Cómo te llamas? —Pregunté.

—Nancy, ¿me recordás?

Yo busqué en mi memoria el rostro de la chica, pero no la recordaba. Traté de disimular y sonreí, sonrisa que debió haber sido muy mala porque Nancy descubrió que no tenía la más mínima idea de quién era ella.

—Fuimos novios en el colegio —aseguró, riendo en voz alta, como para que todos en el carro la escucharan.

—Pues no me acuerdo —dije, apenado.

Nancy se puso seria, vio al frente del vehículo como buscando algo en la noche.

—Está bien, ya me acostumbré a ello —dijo, sin mirarme.

El Abogado detuvo el carro en Yoggi´s, un bar decadente de paredes de adobe y madera que los jóvenes de los noventas usábamos para sentirnos temerarios y en donde por rutina iniciábamos la noche con un coctel de aguardiente, con quién sabe qué mezcla dulce, que apenas dejaba sentir el sabor al alcohol pero que luego de dos tragos te hacía sentir el efecto.

—¿Vas a pedir algo? Preguntó el Abogado a Nancy, forzando un tono meloso en la voz como de estrella de cine.

—Una cerveza —dijo la chica.

—Andá a pedirlas vos Óscar —ordenó.

Yo vi cómo Will se levantaba de la mesa y dejaba solo al Abogado que se acercaba a Nancy, bajando la mirada y curvando las cejas al suavizar la voz. Ella se pavoneaba sonriendo, tirando suavemente con el torso de la mano una hilacha de cabello.

Los hombres somos animales extraños cuando iniciamos el cortejo —pensé—, primero medimos el territorio en donde nos tocará jugar al amor, sacamos el pecho mostrándonos primates dignos de la copulación. Los que pueden, presumen de su capacidad económica, cuál machos alpha, invitando las bebidas y las comidas (en el caso del Abogado, el llavero del Mercedes Benz giraba sobre su dedo como promesa de anillo nupcial). Los que no pueden, que somos los más en este mundo de carencias, nos comportamos como perros ganosos detrás de la hembra en celo. Siempre en círculo, esperando su turno para el amor.

—¿Vos andas con ese viejo? —Preguntó el cantinero al otro lado de la barra al momento de darme las bebidas.

Vi a la mesa y vi a Nancy.

—Sí —dije.

—Tené cuidado —remarcó el cantinero al poner las bebidas en la barra—, ese viejo es peligroso. Además andan con esa cipota que está loca.

—¿Cómo loca? —quise saber, esperando me dijeran que era una especie de Sharon Stone de Bajos instintos o Elizabeth Berkley de Salvados por la campana, pero el cantinero se limitó a encoger los hombros sin decir más.

Tomé las bebidas y me retiré de la barra. El abogado y Nancy reían, Will conversaba con alguien en las mesas del billar

Nancy apretó un cachete del abogado y rió, luego se acercó a mi oído para que nadie más la escuchaba y dijo riendo:

—Este viejo la debe tener bien chiquita.

—Pues no sé —respondí, repartiendo las bebidas por la mesa.

—¿En qué colegio estudiás? —me preguntó Nancy, con el cabello suelto y el codo izquierdo sobre la mesa.

—En el Inmaculada Concepción —respondí.

—Ese nombre me da risa.

—¿Por qué?

—¿Has escuchado vos la oración aquella que dice: Santa María, madre de Dios, tú que concebiste sin pecar, ayúdame a pecar pero sin concebir?

—No la había escuchado —dije sonriendo y pregunté luego:— ¿Y vos estás en el colegio?

—Si —dijo Nancy, encendiendo un cigarrilo—. Pero voy a ser actriz.

—¿Actriz? —preguntó con algo de sarcasmo el Abogado, metiéndose en la conversación. ¿Y qué vas a actuar?

—Cine —dijo ella, sin siquiera saborear la palabra.

—A mí también me gusta mucho el cine —dije.

—¿Ah, sí?

—Si. Siempre me escapo del colegio para ir al cine. A veces me paso tandas corridas, viendo dos o tres veces la misma película. En un cine di mi primer beso.

—¿Con quién? —preguntó Nancy, sonriendo con picardía.

—Con una vendedora de tortillas un poco mayor que yo, que me aceptó a cambio de veinte lempiras y quién me explicó el principio científico del beso con lengua.

—¿En serio?

—Sí —dije a Nancy, que mantenía su atención en mi, a pesar de estar muy cerca del abogado.

—¿Y cómo es el principio científico ese?

—Se trata de meter la lengua como quien saca leche condensada de una lata —dije, repitiendo las lecciones que recibí a los doce años—, se debe hacer despacio, saborear los bordes de la otra lengua, sentir el sabor de la saliva y gustar de ese sabor, respirar el aire que sale de la boca de la persona que besas.

—¿Y has ido a ver películas porno? —me preguntó el abogado con los ojos brillantes, como de animal hambriento—. A veces en el cine Moderno tienen tandas especiales que comienzan a las dos de la tarde.

—Si he ido —respondí, sin dar importancia a la provocación del Abogado.

—Yo nunca he entrado a uno, ¿Cómo son? —comentó Nancy, curiosa.

—Adentro huelen a humo de cigarrillo mezclado con semen viejo —respondí.

—¿Cómo huele el semen viejo? —preguntó Nancy, riendo.

—Como a cloro con tierra. Cerca de los baños huele a orines rancios y al entrar se pueden distinguir las siluetas de los hombres dispersos con cierto manejo del espacio concebido como un círculo de seguridad. Son sombras entre las sombras, criaturas de la noche que están condenadas a penar, a vivir allí su perversión. A veces, las luces de la pantalla se reflejan y dejan ver los rostros que con ojos desorbitados miran las nalgas y las vergas de la película. Uno busca un espacio vacío para sentarse, de preferencia una fila completa.

—Hablás bonito —dijo Nancy.

—Hace poco mataron a un hombre en un cine porno, ¿Verdad? —comentó El Abogado.

—Sí —dije yo, con un aire sombrío—. Yo vi cuando lo mataron.

—¿Ah, sí? —preguntó el Abogado con un interés renovado.

—Sí —dije—, era un hombre que le decían El Gordo. Tenía unos 30 años de edad, era nervioso y tímido, parecía más un vendedor de frutas o un taxista. Le gustaba ir a los cines Presidente en el barrio El Guanacaste, iba casi todas las noches. Primero caminaba por las filas como buscando a dónde sentarse, en la penumbra identificaba un espacio y se sentaba a unas tres o cuatro butacas de distancia de cualquier persona.

—¿Vos por qué sabés tanto de eso? —preguntó Nancy, que seguía atenta mi relato.

—No lo sé —dije sonriendo—, me lo estoy inventando.

—Ok, seguí entonces —ordenó.

—Yo lo identificaba siempre desde que llegaba.

—¿O sea que vos vas a esos cines también? —preguntó Nancy, sonriendo.

—A veces. Con el gordo siempre era igual y nunca parecía recordar con quién se había metido la noche anterior, como que cada vez era la primera en su vida. Cinco o diez minutos después de haber llegado se levantaba de su puesto y se acercaba a uno, que no era a uno realmente sino que a cualquier adolescente que como yo no lo repelara de entrada. Le gustaban los adolescentes. No había palabras, no había presentaciones ni saludos. Él colocaba su antebrazo sobre el brazo de la silla, y con el dedo meñique buscaba hacer contacto físico la mi pierna. Luego bajaba la mano a la rodilla. Ese era el punto de inflexión.

—¿Qué hacías entonces? —preguntó Nancy.

—Uno se levanta de la silla al llegar a ese punto, a veces incluso antes, en cuanto lo ves sentarse a tu lado. Si no querés seguir en el juego, buscas otra butaca y el gordo te dejaba ir.

—¿Y si lo dejás hacer, qué pasa?

—Él pone su mano en tu rodilla y la sube a tu entrepierna bajándote el ziper del pantalón, sacan tu pene y comienza a masturbarte y a masturbarse él mismo.

—¿Y lo dejabas hacerte la paja? —preguntó Nancy.

—Sí —dije, para eso son los cines pornos.

—¡Si le gusta! —remarcó el Abogado, irónico—, debe ser otro mariquita como el gordo ese.

—Que bueno que no tengo verga —dijo Nancy.

—Lo que tenéis vos es más rico todavía —comentó el abogado, lascivo.

—Seguí —rogó la joven.

—Yo sentía desprecio por el gordo, por su patética situación, mendingando un pajazo en las butacas frías de un cine porno. Pero sentía más lástima por mí, que era parte en esa escena. Una vez el gordo puso su boca en mi pene, yo me levanté horrorizado y salí de la sala inmediatamente. En el camino iba reprochándome haber entrado a esa sala, remarcándome lo malo que debía ser para mí ver tanto porno, y prometiéndome no volver a aquellos lugares. Pero siempre volvía, era como la fuerza del hastío que me empujaba a las salas. Un día fui al Cine Moderno, era la tanda de la tarde como mencionaba acá el Abogado, yo me había escapado del colegio. Llegué y me senté al centro del salón. Ese día presentaban una película que se llamaba Jóvenes Impúdicas, y trataba de dos hermanas que habían sido mandadas a una escuela para rehabilitarse en sus urgencias sexuales, sin saber el padre que el tratamiento era precisamente una sobredosis de sexo. Al rato vi cuándo el gordo entró y se sentó a un par de filas de la mía. «Si se acerca a mí, me voy de la sala» me dije, decidido. Vi cuando el gordo se sentó junto a un hombre. Estuvo todo quieto por un rato, no se escuchaba nada más que los gemidos obscenos de la película cuando el hombre junto al cual se había sentado el gordo se levantó de su asiento, sacó su revolver y sin dudarlo lo descargó sobre él: —«¡Culero hijo de puta!» —le gritó, mientras disparaba la pistola varias veces. Luego el asesino salió caminando del salón y nadie pudo ver nada, porque cuando se encendieron las luces sólo quedaba el gordo de ojos abiertos con su verga en la mano.

—Que triste —dijo Nancy.

—¡Que putas! —dijo El Abogado—, quien lo manda. Yo hubiera hecho lo mismo.

—¿Habrías matado a un hombre sólo por sentarse a tu lado? —preguntó Nancy sorprendida.

—Si me empieza a querer tocar sí, yo no soporto a los culeros. Además, para eso tengo esta mierda —dijo, poniendo en la mesa un revólver.

Yo miraba la pistola en la mesa del bar, Nancy la vio por un momento e iba a decir algo cuando llegó Will.

—¿Conseguiste? —le preguntó El Abogado.

—Sí —dijo Will, contento, mostrando en su mano un par de bolsitas plásticas con cocaína.

—Vámonos pues —ordenó el Abogado y todos nos levantamos de la mesa.

Anduvimos de bar en bar durante varias horas, en cada lugar a donde íbamos tomábamos una cerveza y era ya entrada la madrugada cuando nos fuimos a la casa del Abogado. Nancy iba dormida en el sillón trasero del carro y yo la contemplaba con curiosidad. «¿Quién es esta chava?» —pensaba, «¿Qué hace acá?»

El abogado vivía en una lujosa casa en el centro de la ciudad. Todo era ordenado, como cuando se limpia diariamente. La casa estaba vacía, por los adornos y retratos supuse que allí vivía más gente.

Al llegar, Nancy preguntó por un cuarto en dónde recostarse y Will procedió a servir unos tragos del pequeño bar. El Abogado, en cambio, se metió al cuarto a buscar una cámara de video.

—¿Y aquella maje qué pedos? —preguntó Will cuándo repartía las bebidas.

—Dijo que se siente cansada —respondí, mientras miraba los retratos de la familia del Abogado.

—Que no joda, que no vinimos acá a verla dormir —remarcó.

Nos acomodamos en la sala y seguimos bebiendo, esperando quizás a que Nancy saliera del cuarto para sumarse al grupo. Yo no había comprendido aún que ella no era una invitada especial, sino la fiesta.

Pero Nancy no salía, se había quedado dormida en el cuarto.

—¿Maje, qué pedos con esta chava? —dijo el Abogado, visiblemente pasado de copas—. Vino a pasear pues.

—Está en el cuarto con la luz apagada —recordó Will.

—Vamos a despertarla entonces —ordenó el Abogado, levantándose con determinación.

Tuve unos segundos de inacción. Vi cómo el Abogado se levantaba de la silla e iba al cuarto en donde Nancy se encontraba. Luego se levantó Will.

—¿Le dieron algo a esa chava? —pregunté a Will al verlo levantarse en dirección del cuarto en donde Nancy estaba dormida.

—No sé —me respondió Will.

Yo pude ver en su rostro una sonrisa que me erizó la piel.

Guardé silencio, pensando en sí debía o no intervenir. Finalmente me decidí a entrar al cuarto y pude ver cómo el Abogado estaba quitándole la ropa a la chica, mientras reían tratando de no hacer ruido, como temiendo que la joven se despertara. Ella sólo se limitaba a hacer pequeños quejidos que apenas se escuchaban entre la risa monstruosa del Abogado.

Yo miraba las nalgas pálidas de Nancy, tenía un lunar al inicio de la pierna, sus pezones rosados y una cicatriz pequeña de cirugía en el costado derecho de la cadera.

—Pare, la chava está bien a pija —rogué al Abogado.

—Jodás culero —me dijo el Abogado, acomodando el cuerpo de la joven para ser penetrada.

—No joda, no haga eso —le dije, ya un poco más fuerte.

Pero el Abogado no me escuchaba y nadie parecía escucharme. Era como que yo no estuviera allí, como que fuera un fantasma, un espectador distante.

—¿Tenés novio? —le había preguntado a Nancy horas antes en el bar.

—Si, pero es un imbécil —me dijo.

«Todos los hombres somos imbéciles», pensé, cuando el abogado se bajaba el pantalón y sacaba su pene y Will tocaba los senos de Nancy mientras con la otra mano grababa en la cámara de video.

Por un momento vi a Kathie, aquella chica del barrio que había muerto hace tanto tiempo, la mañana cuando fui testigo de su violación y el miedo se apoderó de mis acciones. Recordé a Marlon, mi amigo, para quien la culpa fue una carga muy pesada y reconocí al Pacha en el rostro deforme del abogado.

—¡Paren ya! —grité, separando al Abogado con un golpe en el pecho.

El Abogado se tambaleó al perder el equilibrio y calló sobre sus nalgas a un metro de la cama donde yacía Nancy.

Hubo un momento de silencio en el cuarto, Will me miraba sorprendido sin dejar de apuntarme con la cámara de video.

—¿Qué putas te pasa? —me dijo.

—¡No jodás! —le grité—. ¡No pueden hacer esto!

—¡Comé mierda vos cipote pendejo! —gritó el Abogado indignado. Se levantó del suelo y aún desnudo se fue a la sala, de donde volvió con el revolver en la mano.

—Lo que querés es cogértela vos sólo, hijo de puta. —Me gritó apuntándome con la pistola.

Will soltó la cámara y se abalanzó sobre el Abogado conteniéndole la mano para que no me disparara. Yo estaba de pie, petrificado sin saber qué hacer.

—¡No salgás de aquí! —ordenó Will, sacando al Abogado de la habitación.

Yo me senté en la cama, escuchando los gritos del abogado que amenazaba con matarme. Nancy seguía dormida en la cama y sólo hacía ruidos como intentando despertarse. «Debo salir de aquí», pensé. Y comencé a vestirla.

—Nancy, Nancy —dije.

Ella apenas podía responder.

—Nancy, despertáte chava, tenemos que irnos de acá.

Pero no reaccionaba. Los gritos seguían en la sala, pensé en irme por la ventana pero no podía dejar a Nancy allí. Temía que si me iba ella quedaría a merced de aquellos hombres que no se medirían con ella.

Luego de un rato los gritos se calmaron. Movido por la curiosidad me asomé a la puerta y vi como Will ayudaba al Abogado a entrar a su cuarto. Iban los dos sumamente borrachos. Yo me volví a dónde Nancy e intenté despertarla una vez más y con dificultad logré levantarla.

Casi arrastrándola llegué a la puerta. Al salir del cuarto puse el seguro en el llavín y salí dejando la puerta con llave desde adentro. Sin hacer ruido busqué la salida.

Nancy iba aún dormida pero podía caminar.

Al salir vi el revolver en la mesa de la sala. «Este pendejo va a matar a alguien algún día con esta mierda», me dije, y sin pensarlo tomé el arma guardándola bajo mi camisa.

Afuera de la casa, pude ver desde la ventana del segundo piso a Will que estaba de pie, mirándome inexpresivo. No hizo nada, no levantó la mano, no dijo adiós, no intentó detenerme: nada, simplemente me miraba como quién mira por última vez a un reflejo.

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