No hice caso a las advertencias de Nancy y seguí saliendo con Pollo y Santos. Era quizás mi deseo de destruirme con ellos, quizás la curiosidad de conocer la verdadera cara de la maldad.
Una noche llegaron a buscarme para salir a lo que llamábamos el rol de las cinco, que era casi a cualquier hora del día o de la noche y consistía en dar vueltas en carro por el bulevar Morazán, esperando encontrarse con alguien conocido, hablar un rato y luego seguir con el rol.
Ya conocían mi casa. Antes Pollo había ido a buscarme para ir a robar. Nos metíamos a casas de gente que él conocía y sabía que estaban de viaje, para sustraer los electrodomésticos, ropa o cualquier cosa que pudiéramos vender fácilmente.
Otras veces me había hecho que lo acompañara a negociar drogas con delincuentes a quienes él llamaba amigos. Yo prefería no ir con él a esas vueltas, me ponían nervioso, pero a veces no tenía escapatoria y tenía que hacer de escudero en sus andadas.
Esa noche Pollo insistió en ir a buscarme. Iban en la pequeña van de Santos. Lo primero que vi al llegar, era la chumpa de muchos colores que pollo llevaba puesta.
—Que bonita tu chumpa —le comenté.
Pollo miró las mangas de su chaqueta y sin darle importancia ordenó que nos fuéramos.
—Bien —dije y corrí a alistarme.
Me acerqué a mi madre y le pedí dinero, pero la muy desgraciada no me lo dio.
—¿Para qué lo querés? —preguntó.
—Para pagar un taxi al regreso.
—¿Y no vas con tus amigos? ¿No pueden ellos venir a dejarte?
Insistí, pero fue inútil. Mi madre había decidido no darme dinero para salir esa noche, o a lo mejor era cierto que no tenía. Entonces me detuve. Quería salir, estaba listo, pero no quería volver a pie desde quién sabe dónde, como me había tocado hacer por lo menos un par de veces antes.
Así que salí de la casa y fui al carro. Pollo estaba riendo (nunca supe cuál era el chiste, pero por el tono de su risa imagino que era muy bueno). Me acerqué y le vi. Él se había movido de asiento y estaba atrás dejando para mi el espacio del copiloto.
—No voy a ir —anuncié, sin entrar en razones. Quise sonreír pero no pude.
—Vamos vos, dejate de pajas —rogó, insistiendo aún con buen humor.
—No, mejor me quedo en casa —le respondí, no muy convencido.
Pollo se levantó molesto de su asiento, murmuró algo entre dientes que no escuche y volvió al asiento de enfrente.
—Vámonos —dijo a Santos, con un tono sombrío.
Y sin decir más, se fueron. Yo me quedé de pie en la acera, odiando no tener dinero para salir esa noche. Era el mes de febrero, no había luna y una brisa fresca soplaba sobre las láminas de cinc de mi barrio. Volví a mi casa y me acosté a escuchar música sin imaginar que no sabría más de Pollo, sino hasta dos días después.
Comayagüela nos acostumbra a la muerte. La vemos todo el tiempo con sus ojos pelados y sus dedos tiesos señalándonos de frente, como reclamándonos, como recordándonos una verdad con tanto terror negada. Vemos las noticias del televisor, con imágenes grotescas de cadáveres boca arriba peleados por moscas y perros; los cuerpos destrozados en el pavimento por absurdos accidentes de tránsito; a jóvenes y viejos que dejaron de ser, disueltos en su sangre inútil. Muertos propios y ajenos que nunca imaginaron ser portadas de un diario amarillista que nos obliga a verlos día y noche, invadiendo nuestros sueños y pesadillas.
En Tegucigalpa, los Anubis modernos viven en el Departamento Médico Legal que trabaja con la Fuerza de Seguridad Pública. Ellos son los encargados de acompañar el alma de los muertos al más allá, los primeros en ser llamados cuando las pupilas aún reflejan el horror de los últimos segundos y quienes, con la paciencia eterna de la parca, aparecen siempre tarde, cuando la piel comienza a colorear el azul profundo de Am-Heh.
Si tenemos que construir una imagen caricaturizada del mundo de la burocracia hondureña, ésta está en el Departamento Médico Legal de la policía. Un edificio de espacios fríos y grises en el centro de la ciudad, donde la gente camina ocultando su rostro ante los demás, para no ser visto junto a la muerte, para imaginar que nunca pasaron por esa puerta. Los agentes, obesos de orgullo, verifican constantemente que su arma de reglamento esté aún en su cintura, para no perderla, porque en ella está su vida, porque sin ella son nada.
Yo tenía un vecino que trabajaba en la FUSEP. Era un hombre alto y barrigón, de bigote poblado y frente amplia que por las navidades disfrutaba celebrar disparando al aire su arma de reglamento y que por alguna razón me había tomado simpatía, pues se sentaba conmigo en sus tardes de franco para contarme de su trabajo y desglosar los detalles que la prensa ocultaba de las muertes que él conocía de cerca.
Él me contó de Pollo.
—Alguien nos llamó y nos dijo que habían dos chavos muertos por la represa y para allá fuimos —contó mi vecino policía—. Pasamos por la procesadora municipal de carne. Eran como las 4 de la tarde y los cuerpos habían estado allí durante varias horas. Yo no conocía esa zona de la ciudad. Alguna vez hubo una calle pavimentada, pero se había perdido por los agujeros que fueron luego rellenados con tierra por hombres que cobran una especie de peaje por el servicio que la municipalidad no ofrece. Tomamos un camino lodoso, bajamos por un barranco unos metros más y allí estaban: el pollo y el otro joven que le decían Santos. Yo hice mi trabajo como siempre lo hago. Cerrar el perímetro, preguntar por testigos, observar la escena del crimen.
—¿Tenían las manos atadas? —pregunté.
—Si. Los cuerpos tenían las manos atadas atrás, les habían quitado los cordones de los zapatos para inmovilizarlos y los pusieron a ver a la represa.
—¿A qué hora murieron? —quise saber.
—Cerca del amanecer —dijo el policía.
Luego me describió la forma como murieron.
—Cayeron de frente, pegaron con el rostro en la tierra, el primer disparo fue a corta distancia en el oído externo, sin orificio de entrada pero con orificio de salida por atrás de la cabeza. Luego les dieron vuelta, colocaron su cuerpo boca arriba y los remataron. Después los dejaron caer por la pendiente hasta que fueron a dar al agua.
Mi vecino guardó silencio un momento. Yo pensaba en los cuerpos muertos de mis amigos, en la panza pálida del pollo que mostraron los periódicos ese día.
El policía se tocó la barriga y dijo tener hambre.
—No se vaya aún —le rogué—. Cuénteme cómo fue que supo que eran mis amigos.
—Yo conocí al papá de Pollo, era buena gente. Lo vi además cuando vino a buscarte la otra noche. Llevaba una chumpa bien bonita de muchos colores y cuando le dieron vuelta le vi el rostro. El otro chavo tenía pintura verde en su mano.
—¿Por qué los mataron? —quise saber.
Mi vecino carecía de respuestas. Se encogió de hombros y dijo:
—Van ocho en lo que va de la semana. Siempre es igual, los llevan afuera de la ciudad para matarlos, luego se van y nadie ve nada. No sé por qué los mataron, no sé porque mataron a todos los demás —dijo, arrojando su cigarrillo a la cuneta antes de irse.
Yo me quedé frente a mi casa, vi el cielo negro de la noche, pronto llovería y pensé que es una pena que en Comayagüela no puedan verse las estrellas.
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