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Foto del escritorÓscar L. Estrada

Valor


—Quiero que me acompañe en el acto cívico cantando una canción —me dijo un día el profesor Miguel.

—¿Cantando? —pregunté.

—Sí. Yo le voy a dar la letra para que a aprenda y la vamos a practicar después de clases. Es una canción revolucionaria de las que necesita nuestro pueblo para cambiar las cosas —me dijo.

—¿Qué cosas hay que cambiar? —quise saber, pero no pregunté. Los niños en esa época no preguntábamos. El profesor siguió sin embargo su explicación:

—Este país está maldito y esa maldición sólo con sangre se puede terminar. El problema de los hondureños, es que estamos formados para ser cobardes. Un cobarde —continuó el profesor, como quien daba un discurso a una multitud desde un podio—, siempre se cobija bajo las normas. Siempre tiene miedo al cambio, porque cualquier cambio trae para él la inseguridad. El cobarde retrocede ante el peligro y nunca quiere confrontarlo.

Yo escuchaba las palabras del profesor Miguel, poco entendía de lo que decía, lo escuchaba más como si estuviera atrás de una puerta gruesa. Su voz, opaca y distante.

«Yo no quiero ser un cobarde» —pensé, pero no sabía qué hacer para dejar de serlo.

Acepté cantar con él.

Mi escuela era un edificio viejo, construido de piedras que en su momento había sido un orfanato. Tenía dos plantas. El piso de la segunda planta era de reglas de madera, que separadas dejaban caer metros cúbicos de arena en la cabeza de los cipotes de las aulas de abajo, cegándonos cuando nos poníamos a ver la ropa interior de las niñas del piso de arriba.

Había un patio grande en la parte frontal de mi escuela, que usábamos como auditorio para los actos cívicos y un patio pequeño en la parte de atrás, donde olía a excremento y orines, porque los niños lo usaban como letrina ante la ausencia de sanitarios funcionales.

Todos los años, en el mes de mayo, se organizaba un acto cívico para el día de la madre. Yo había participado antes bailando algo parecido al breakdance, pero ese año no tenía pensado participar. No quería. Había pasado poco tiempo desde la muerte de Marlon y aún creía escuchar su voz que me llamaba a jugar en la calle.

La canción del profesor Miguel hablaba de un campesino que peleaba la tierra con el patrón explotador; de sus hijos culichosos, de su mujer enferma, del hambre, de la reforma agraria y terminaba con el patrón cortando con un machete la cabeza del campesino: «¡Por comunista!» decía el patrón, al final de la canción.

El día del acto cívico, el profesor Miguel tocaba la guitarra y yo gritaba mis alaridos al público infantil que poco comprendían lo que estaba cantando. Recuerdo ver en una esquina cómo el director se tocaba nervioso su calva, negando con la cabeza mientras nos miraba como quien mira el final de una novela. Bajamos del escenario y otro niño subió a declamar un poema patriótico.

Mi patria es altísima. No puedo escribir una letra sin oír el viento que viene de su nombre —decía el niño desde el escenario.

—¿Qué fue eso? —preguntó molesto el director de la escuela.

—¿Qué? —quiso saber el profesor Miguel.

—Eso que cantaron.

—Una canción protesta.

—Estamos haciendo un acto cívico para la madre —reclamó molesto el director—. Este no es un acto político.

Su forma irregular la hace más bella porque dan deseos de formarla —continuaba el poema del niño en el fondo.

—¿Y eso qué es? —Preguntó el profesor al director, señalando al niño que declamaba en el escenario.

—Eso es poesía para la patria —dijo el director con el pecho hinchado— y la patria no es política.

—Idiota —dijo molesto el profesor antes de retirarse.

—¿Cómo? —preguntó el director, sorprendido.

Yo me quedé viendo al niño que terminaba su poema.

Mi patria es altísima, no puedo imaginármela bajo el mar o escondiéndose bajo su propia sombra.

Cuando alcancé al profesor Miguel éste estaba enfurecido.

—Política, este idiota cree que la poesía no es política —decía, mientras guardaba su guitarra. —La poesía se hace en las calles, junto al pueblo que lucha.

Yo me quedé en silencio, buscando entender las palabras del profesor mientras en el fondo un grupo de niños bailaba un tema de Menudos.

Con los días las discusiones entre el profesor Miguel y el director de la escuela se fueron intensificando. Se peleaban todo el tiempo. El director le gritaba comunista al profesor cuando lo sorprendía discursando en su clase en contra de la presencia militar de Estados Unidos, y el profesor le respondía diciéndole que era un patético reaccionario, pelón, cabeza hueva, maricón y come mierda. A veces discutían tan fuerte que la escuela se paralizaba, los niños nos acercábamos a la ventana de la dirección para ver el momento en el cual comenzarían a darse de golpes.

Algunas maestras simpatizaban con el profesor Miguel, lo abrazaban y le llevaban comida. Otras en cambio eran partidarias del director de la escuela, se quejaban del tono de voz del profesor Miguel, advirtiendo que si alguien en la calle lo escuchaba, todos en la escuela estarían en problemas.

A mi me caía bien el profesor Miguel. No entendía lo que hablaba, pero sentía que tenía razón. Me gustaba conversar con él y me parecía una persona interesante. Me gustaba en especial cuando se ponía a cantar canciones de la revolución nicaragüense, cuando parecía llorar por los desaparecidos. Pero eso duró poco, porque con los meses el profesor Miguel fue despedido y se fue de la escuela.

La misión que se había auto impuesto de «concientizar» a los niños para la lucha de clases, hablándonos de las condiciones objetivas y subjetivas para la revolución, no gustó al director de la escuela, que a la primera oportunidad se deshizo de él, para bien de los niños, que nunca podríamos cambiar nada en este planeta y estábamos condenados a vivir en esa trampa de arena que es la pobreza.

—¡Métanse su escuela por el culo! —gritó enfurecido el profesor Miguel, desde el patio central de la escuela, la última vez que lo vi.

Mi madre contó luego que el profesor se fue de la escuela porque se metió con una cipota de sexto grado, de unos catorce o quince años de edad, la cual se robó un día al salir de clases y se la llevó a vivir con él a la colonia Santa Fe, al norte de la ciudad.

Varios meses después escuché la noticia de un asalto bancario cerca de la Escuela de Bellas Artes. Varios hombres irrumpieron en el Banco La Vivienda, desarmaron a los guardias y saquearon la caja fuerte. La policía acudió al lugar cuando se dio la alarma y lo acordonó de inmediato. Los ladrones salieron del banco y se enfrentaron a tiros con la policía, lanzaron una granada y huyeron a pie mientras gritaban consignas revolucionarias de Patria o Muerte y Hasta la Victoria Siempre, que nadie más que ellos escucharon, pues el cerco militar se extendió varias décadas.

Cuando en la radio leyeron la lista de los fallecidos y escuché el nombre del profesor Miguel, no me sorprendió; de alguna manera imaginaba que eso pasaría con él.

—Hay que ser valiente —decía el profesor en la clase, remarcando sus palabras con un pequeño golpe sobre el pizarrón negro—. Hay que ser valiente.


Carota

Carota era un niño de casi quince años, tenía cuatro años más que yo y estaba en mi mismo grado. Vivía con su abuela en una casa a la orilla del río, era el menor de varios hermanos y había repetido muchas veces el sexto grado. Se sentaba atrás de la clase, a donde controlaba los movimientos de todos. «Juan Tajaditas» le llamamos por un tiempo, porque cada mañana llegaba a la escuela con una ristra de tajadas de plátano que debía vender para su familia, pero «Carota» fue al final el apodo que guardó toda su vida, porque era el nombre que mejor le quedaba: por feo.

Carota era además medio bruto, nunca entendía lo más elemental de la clase y creía todo lo que los demás niños le decían, incluyendo aquellos que le aseguraban haber visto a Mazinger Z pasearse por los cielos de Comayagüela. Pero nunca se equivocaba en el vuelto, tenía una técnica infalible que desesperaba a todos, de contar usando los dedos de las manos como ábaco, de 10 en 10.

Yo lo odiaba, me parecía un ser detestable. Evitaba estar cerca de él, le huía. Estaba seguro que si yo no me metía con él, estaba a salvo.

Un día la suerte quiso que yo pasara por el patio trasero de la escuela, al momento que Carota tomaba el bote de chile picante que usaba para vender tajaditas y bañaban con él los genitales de otro niño. Había alrededor de ambos un grupo de niños que hacían rueda, riendo.

Me quedé quieto, viendo cómo el pequeño se retorcía de dolor con las manos en su entrepierna y Carota se reía a carcajadas, para luego golpearle en el pecho haciéndole caer en el suelo.

—¡Maricón! —le gritó Carota, antes de retirarse en dirección mía.

Yo temblaba de miedo cuando lo vi venir y más temblé cuando se detuvo frente a mí para preguntarme:

—¿Y vos qué ves, se te perdió algo?

—No, nada —dije, odiando mi sumisión al bajar mi rostro.

—¿Qué hacés aquí entonces? —Preguntó, agresivo.

—Yo… iba pasando nomás —comenté, viendo al niño llorar al fondo del patio.

—¿Y qué viste?

—Nada —dije, con miedo.

—Andate de acá mejor, si no querés que te pase algo peor a vos —ordenó y yo obedecí inmediatamente.

Con los días el incidente se supo en la dirección y Carota fue expulsado de la escuela por dos semanas; las cuales transcurrieron como un oasis de paz o más bien, como el ojo del huracán que crea la ilusión de que el peligro se ha ido. Porque Carota volvió y como en una película de horror había jurado vengarse de quien lo había denunciado, que alguien le había mentido diciéndole que era yo.

No recuerdo realmente si fui o no fui yo quien puso la denuncia. A lo mejor le conté algo a mi madre y ella pensando en protegerme de aquel animal habló con la maestra y ésta con el director... En todo caso, de poco servían mis explicaciones, porque lo que sí recuerdo es que desde ese día Carota descargó en mí toda su maldad, hostigándome a cada minuto, cada día, cada semana de clases.

Yo temía sufrir la suerte de aquel niño de los genitales enchilados y la escuela se convirtió en una tortura.

—Podés pagarle algo para que no te moleste —me dijo un compañero.

—¿Cuánto le pagás vos? —pregunté.

—Veinte lempiras.

Evalué la posibilidad de pagar la extorsión, pero el monto estaba lejos de mi presupuesto.

—Es mucho dinero —pensé, y esperé a que Carota se olvidara de mí.

Pero Carota no me olvidó de mí. Su agresión siguió y a él sumaba a todos los niños de la clase en una especie de macabro coro griego.

Cuando pasaba delante de mí, Carota me miraba y sonreía perversamente mientras cerraba sus puños amenazantes.

Llegué a tener pesadillas con Carota, en las cuales él me obligaba a caminar desnudo en cuatro patas por toda la escuela y los demás niños reían a carcajadas.

Yo me sentía solo, en mi forma de ver las cosas, todos estaban de acuerdo con las agresiones de Carota, a quien le celebraban los chistes que hacía a costa mía.

—Se ríen de mí, todos se ríen de mí —pensaba y eso me hacía odiarlos.

Una mañana me harté y escribí una nota que pasé a todos mis compañeros: «Hoy, a la salida de la escuela, voy a pelear con todos», decía la nota, citándolos para asistir al patio trasero.

Al principio fui la risa de la clase, luego comprendieron que hablaba en serio y poco a poco se fue silenciando el salón.

—Óscar peleará con todos —decían, en una mezcla de sorpresa y burla.

—¿Estás seguro que querés hacer esto? —me preguntó un compañero cuando faltaban cinco minutos para las doce.

—Sí —le dije, con los nervios de punta—, voy a terminar con todo.

—¿Pero, pelear? —volvió a preguntar, incrédulo—. Vos nunca has peleado.

—Yo sé —dije, con la vista en el suelo.

—Yo creo que a veces es mejor ser cobarde un minuto, que muerto el resto de la vida —comentó con seguridad mi compañero.

Sentí ganas de golpearle la cara, en el fondo sabía que mi compañero tenía razón y eso me enfurecía aún más.

—Lo voy a hacer —le dije, decidido, antes de levantarme de la silla y salir del aula rumbo a lo que yo entendía como un asunto de vida o muerte.

Tenía miedo. Cuando salí del aula sentí el sol del medio día y vi el cielo azul y sin nubes. Caminé en silencio, como un penitente que avanza al patíbulo, hasta llegar al pestilente patio trasero de la Escuela.

Allí estaban todos mis compañeros de clase, más algunos curiosos que llegaron para ver el espectáculo a costa mía. Habían hecho una rueda y dejaban el centro para mí. En mi mente recordaba las lecciones de karate que había recibido por parte de Bruce Lee en la Operación Dragón, recordaba lo que había dicho mi padrastro sobre cómo cuadrarse para pelear y sentía aún más miedo, pues sabía que no tenía la mínima idea de cómo actuar en una pelea. Finalmente me coloqué en el centro del deforme círculo preparándome para morir cuál gladiador romano.

—Uno por uno —anuncié, esperando extender mi agonía.

—Uno por uno —repitió Carota, quitándose la camisa blanca del uniforme escolar.

Me gustaría contar acá que gané la pelea, que hice el movimiento garza de Karate Kid, o que me levanté con la furia de un huracán destrozando la cara de todos mis contrincantes, como un Steven Seagal preadolescente. Pero Carota pegó el primer golpe en el estómago doblándome y un segundo que me botó al suelo.

Todos los niños se reían. Yo me levanté del suelo aún atorado por los golpes y grité llamando a mi siguiente contrincante.

Siguió Napo, que no era tan grande como Carota, pero que igual era enorme.

A Napo logré pegarle un golpe que imagino no fue muy fuerte porque apenas reaccionó, él dio cuatro.

Cinco minutos después de haber comenzado la pelea, yo tenía el rostro cubierto de sangre. Me habían roto arriba de la ceja y el labio estaba hinchado. Nuevamente me levanté del suelo y pedí por el siguiente.

—¡Voy a pelear con todos! —grité, enfurecido.

Y las risas se silenciaron poco a poco.

—Edwin, vas vos —dijo Carota, imperativo.

Yo me cuadré nuevamente dispuesto a recibir otra paliza.

—Yo no voy a pelear con él —dijo Edwin, tomando sus cuadernos y yéndose del grupo.

—Carlos, te toca. —Dijo Carota, después de recuperarse de la sorpresa que le produjo la insubordinación de mi compañero.

—¿Y yo por qué? —preguntó Carlos.

—Porque te toca a vos —remarcó Carota, esperando que la orden se explicara por sí misma.

Carlos también tomó sus cuadernos y se retiró por la misma ruta que tomara Edwin.

—Esto está muy patético —dijo Carlos, al retirarse.

A él le siguieron los demás.

Yo me quedé allí, con los puños en alto y la sangre en el rostro, viendo cómo poco a poco los niños se iban, hasta dejarme sólo con Carota, que me vio por un momento.

—¿Todavía querés pelear? —preguntó.

Yo seguía cuadrado, dispuesto a todo.

Carota tomó sus cuadernos, la caja de cartón que usaba para vender y sin decir una palabra se retiró.

Segundos después, pude bajar los puños.


Los Soltra

Pasaron cuatro años desde que dejamos la escuela primaria en 1985 y no volví a saber de Carota. Él era de esas personas que sólo se recuerdan cuando se tienen enfrente. Abandonó la escuela poco después de nuestra «pelea» y desde entonces se dedicó a trabajar de cualquier cosa. Cuando volví a saber de él, fue para darme cuenta que si antes él sentía por mi cierto rechazo, ahora me odiaba.

En 1988 se formó en el barrio una pandilla de adolescentes que se llamaron Los SolTra: «Sólo Trabados». Eran unos 30 jóvenes de los barrios cercanos, liderados por un chico que le decían «Tunante» (por su talento para enamorar a las adolescentes) hijo de un boxeador, él mismo era un peleador excelente.

Yo me había hecho de un pequeño grupo de 6 amigos, vecinos de la cuadra, con los que salíamos de vez en cuando. A nosotros nos llamaban «fresas» por estar estudiando. Para los Soltra, nosotros éramos su Némesis, la contra cara de la fortuna que debía ser castigada para lograr el equilibrio que gobierna la pobreza.

Entre los Soltras el más temido era Carota, que para ese tiempo tenía casi 19 años y seguía siendo muy feo. Él era una especie de mito del terror, un Hades urbano, un perro de tres cabezas que iba siempre de primero en las peleas, grande y fuerte, con brazos gruesos de ayudante de albañil.

Manuel, mi vecino, era el niño con más juguetes de la cuadra, de adolescente siempre fue el primero en tener los zapatos de marca, era bonito y las chicas siempre lo miraban, usaba perfumes y el pelo cargado de gelatina.

Una tarde supe que El Tunante había sentenciado a Manuel porque éste le robó a su novia y como toda sentencia que hace un comandante, los soldados estaban dispuestos a hacer de verdugos.

—¿Cómo se roba a una novia? —pregunté a Edwin, cuando éste me contó del problema con Tunante.

—Pues no sé —me dijo Edwin—, la chava andaba con él y ahora anda con Manuel. Tunante ha dicho que en cuanto lo vea lo va a mascar a pija.

En navidad, estimulados por el alcohol y la mariguana, los SolTra decidieron tomar acción en la contienda de honor del Tunante y armados de palos y cadenas salieron de su cantón en dirección a nuestra cuadra. Nosotros estábamos en una pequeña banca de concreto en medio de los bloques de casas, hablábamos del último video musical de Poison, de ropa o de chicas, cuando reconocimos al grupo de jóvenes que iban en dirección nuestra.

—Ya nos llevó la gran puta —dijo Edwin, poniéndose de pie y viendo a los SolTra subir las gradas que daban a nuestro patio.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Manuel, nervioso.

Rápidamente contemplamos todas las posibilidades y vimos que huir ya no era una opción. Nos habíamos pasado todo el mes escapando de ellos, escondiéndonos en las esquinas, esperando a que se fueran para salir de la cuadra, evitándolos cobardemente. En alguna ocasión nos escondimos adentro de la cajuela de un carro para evitar su hostigamiento; pero ahora no podíamos huir, venían con tanta determinación que salir corriendo hubiera sido darles una victoria parcial, que no era más que prolongar la agonía, pues tarde o temprano tendríamos que confrontarlos.

—Pelear —dije, no muy convencido.

Y comenzaron a correr hormigas por mi sangre.

Cuando los SolTra llegaron a donde nosotros estábamos, ellos tenían más o menos definido quién pelearía con quién. El Tunante buscó de inmediato a Manuel y comenzó a golpearle la cara sin mediar palabra, otros pandilleros buscaron a otros del grupo, dejándonos siempre en desventaja numérica y Carota me buscó a mí.

Carota era ya un hombre, pero su rostro conservaba la redondez de la adolescencia a pesar de su bigote ancho que le hacía ver la boca más grande. Si le hubiera visto bien, quizá hubiera reconocido en él al niño que aún era, aquel que lo creía todo y contaba con los dedos el vuelto de las tajaditas de plátano. Pero yo no lo vi así —al contrario, lo único que pude ver fueron sus puños cerrados y amenazantes.

—Hoy no te vas a salvar hijo de puta —sentenció Carota, mientras caminaba hacia mí.

Nuevamente pensé en correr, sabía que tenía desventaja en la pelea contra aquel animal, pero todos peleaban como espartanos en la batalla de Termópilas y no podía dejarlos solos. El honor de guerrero urbano me lo impedía.

Yo tenía en mi mano un vaso de vidrio con el que estaba bebiendo algún refresco, así que hice lo único que podía hacer: tomé mi vaso aún con bebida y lo lancé al suelo tan duro como pude… vi el vaso caer en cámara lenta, salir despacio de mi mano en dirección del concreto, los fragmentos de vidrio esparcirse en círculo, las gotas de bebida que nos salpicaron la ropa y el sonido del clash que rompió el caos forzando un silencio sepulcral entre mi contrincante y yo, silencio que duró apenas unos segundos… Carota también vio el vaso caer, su mirada seguía con atención la dirección del proyectil esperando cayera sobre su persona (no lo lancé a la humanidad de Carota porque no se me ocurrió, que quizá hubiera sido un movimiento más práctico). Pero cuando lancé ese vaso al suelo y Carota desvió su atención a los fragmentos de vidrio y el refresco, yo aproveché para irme contra él y golpear tan rápido y tan fuerte como pude.

No se cuantos golpes pegué, sólo sé que me sangraban los nudillos de los puños de tanto pegar. No lo dejaba respirar, recordé todo el miedo que le guardaba de niño, recordé las agresiones que recibí de su parte y eso me daba la fuerza para seguir golpeándolo. Pensé en el Pacha, aquel borracho maldito que había muerto un año antes y ya nadie recordaba en el barrio.

Al escuchar el escándalo los padres y las madres salieron de las casas con escobas y cacerolas, cinturones, palos y tubos, que usaron para confrontarse contra la pandilla, hasta que lograron hacerla retroceder.

Carota estaba en el suelo, yo lo pateaba con una rabia hasta entonces desconocida en mí. Era un bulto bajo mis pies, un perro asqueroso que merecía ser deshecho a patadas. Me dolían las piernas de tanto pegar. El hombre sólo podía cubrirse el rostro con las manos, no intentaba siquiera levantarse, nomás se cubría como quien protege algo bello y no el detestable rostro de aquel ser que yo tanto odiaba.

Cuando finalmente me detuve, Carota aprovechó para salir huyendo a tropezones. Yo caí de rodillas. Sentí como si un balde de agua fría me cayera sobre el cuerpo.

Durante varias semanas Carota me buscó para vengar la paliza. Yo sabía que la suerte raras veces se repite y preferí evitar darle la oportunidad de reivindicarse. A los pocos meses, Carota murió. Tenía veinte años, nunca terminó el sexto grado de primaria, su abuela había muerto hacía mucho y su casa no era ya la pequeña casa a la orilla del río Choluteca. Un policía le ordenó que se detuviera y él salió huyendo. Sin mediar palabra le dispararon por la espalda y lo mataron. Mis amigos y yo fuimos a verlo cuando estaba tirado en la calle, no había llegado aún el equipo forense de la FUSEP y Carota parecía dormir en la acera. Estaba sobre su costado con el rostro hundido en un charco de sangre, su brazo derecho torcido hacia un lado y los ojos abiertos. Pude acercarme a él, vi su rostro que sonreía.

Al revisarlo, la policía encontró que Carota tenía en su bolsillo doscientos lempiras, una pistola 22 y nueve porros de mariguana.

—¿Lo conocen? —preguntó el agente de investigación.

—No —dije y volvimos a casa.

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