Siempre he sentido que la literatura centroamericana sufre la maldición de Sísifo, el personaje mitológico castigado con subir una enorme piedra por una empinada montaña y que cuando está por llegar a la cima, la piedra rueda al inicio, obligándolo a iniciar todo el proceso de nuevo. Nuestra literatura, víctima de nuestra circunstancia geográfica de pueblo pequeño y marginado, ha sido condenada por la providencia a iniciar siempre de cero: cada publicación, cada libro que se publica en Centro América, debe pasar por la pena de descubrir el agua caliente, cada novela, cada poemario, carece del pasado necesario para convertirnos en región literaria.
Los autores, como los artistas de todas las ramas, construimos nuestro trabajo sobre el trabajo que hicieron los que nos precedieron. ¿Qué sería de la novela moderna sin el aprendizaje que trae El Quijote, o la fotografía actual sin el encuadre del renacimiento? Pero pareciera que en Centro América no tenemos predecesores, que no hay maestros a quienes hacer referencia en nuestro trabajo.
La literatura también se alimenta del sentido de identidad local. Escritas en el mismo idioma, no podemos confundir el universo que encierra Don Segundo Sombra con el de Pedro Páramo, o El Almohadón de Plumas de Horacio Quiroga con El coronel no tiene quien le escriba de García Márquez. Lo nacional y lo local, cumplen un papel muy importante en la construcción de la literatura. Pero, otra vez, pareciera que nuestra literatura carece de una región que la identifique.
Si bien la literatura moderna inicia en Centro América con las novelas románticas de José Milla y Vidaurre, en la Guatemala de mediados del siglo XIX, es con los procesos de conformación de los estados nacionales a finales del siglo XIX e inicios del siglo XX que logra madurar, creándose verdaderas obras maestras que buscaban, en esencia, orientar al lector de ese proceso político que la región vivía.
Autores como José A. Beteta, Froylan Turcios, Enrique Gómez Carrillo, Máximo Soto Hall o Francisco Lainfiesta, buscaban en sus obras, comunicar a su generación de los retos políticos y sociales que enfrentaban en la nueva realidad que vivían. Preocupaciones como la presencia creciente de Los Estados Unidos en la región después de la guerra hispano estadounidense de 1898, la necesidad de repensar el papel del indio y la mujer en las sociedades modernas industrializadas, el urbanismo, la función de la poesía en la modernidad, o advertencias sobre la pérdida de valores como la justicia, el honor y el amor romántico, eran preocupaciones recurrentes en la literatura de esa época, que conformó ese espíritu nacional que hoy damos por sentado pero que, lamentablemente también desconocemos.
Leyendo a esos autores, logramos conocer nuestro origen como región, nuestras similitudes y diferencias. Hay allí, en esos libros, una identidad local que hemos olvidado y que debemos rescatar para bien de la creación literaria centroamericana. Ese es el propósito de la colección de Clásicos Centroamericanos de Casasola Editores.
Aún en proceso de rescate y edición, hemos curado una serie de libros, principalmente novelas del período entre 1875 y 1950. Una época que consideramos vital para entender los problemas actuales. Ahora, con la edición del poemario Breve Suma de Joaquín Pasos, iniciamos la búsqueda de la poesía para ampliar la colección de Clásicos Centroamericanos y conformar así, poesía y novela, el pensamiento centroamericano que nos sirva a los creadores actuales para construir esa identidad que creemos nos ayudará de cara a un mundo cada vez más global.
Autores en su mayoría olvidados, que vivieron un período sumamente complejo de nuestra historia y aún así encontraron un momento para comunicar sus ideas y temores, que apostaron a la literatura como una forma para avisarnos a nosotros, habitantes del siglo XXI, que es posible escapar de la maldición de Sísifo.
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