Artículo publicado primero en The Opportunity Post
Imagen de Jim Collins, en what-collins-saw.com
Esta semana el FBI publicó un informe en donde indicaba un aumento en los crímenes de odio durante 2019, llegando a su punto más alto desde 2008, año cuando fue electo Barack Obama a la presidencia de Estados Unidos.
Según el FBI, durante el 2019 hubo 7,314 delitos de odio, el año anterior se reportaron 7,120. Un total de 51 asesinatos, entre los que se incluyen las 22 víctimas que murieron en un tiroteo en un Walmart en la ciudad fronteriza de El Paso, Texas, en agosto de 2019. En aquella ocasión, el atacante buscaba específicamente asesinar a latinos que se encontraban en la tienda, antes del ataque incluso publicó en las redes sociales una carta llena insultos contra los latinos en Estados Unidos, a quienes miraba como una amenaza para el estilo de vida americano (sea lo que sea eso).
El racismo en Estados Unidos no es algo nuevo, no surgió con la llegada del Donald Trump a la presidencia. Tampoco lo son los crímenes de odio. El 15 de septiembre de 1963, inspirado por la retórica racista y de odio en contra del movimiento de derechos civiles, Thomas Edwing y el capítulo local de Ku Klux Klan colocaron una bomba en una iglesia en Alabama, matando a cuatro niñas: Addie Mae Collins, Cynthia Wesley, Carole Robertson y Carol Denise McNair, e hiriendo a 22 personas. El incidente provocó una reacción de indignación en las organizaciones que hasta el momento venían impulsando el movimiento de derechos civiles, aumentando sus acciones. Martin Luter King Jr. calificó la acción como “un delito en contra de la humanidad”.
Incidentes como estos se han repetido varias veces a través de los años en Estados Unidos y tienen en común que los perpetradores buscaban aterrorizar a minorías étnicas en el país.
El próximo 20 de enero de 2021 se instalará un nuevo gobierno en la Casa Blanca. Joe Biden, el ahora presidente electo, llegará a la presidencia con el reto de unir a un país sumamente dividido y armado hasta los dientes. Su principal reto serán los grupos racistas, que continuan creyendo que los demócratas hicieron fraude en contra del presidente Trump y cuya amalgama que los unes está permeada por el odio.
En la filosofía se ha asociado el odio como una contraposición al amor. Aristoteles lo definía como “un deseo de la aniquilación de un objeto que es incurable por el tiempo”. Pero el odio nada tiene que ver con el amor, ni siquiera como contrario. En el pensamiento griego, si algo se opone al Eros (Amor) es el Tanatos, la muerte, y esta poco tiene que ver con el odio.
Cicerón decía, en relación al odio: Odium est ira inveterata (el odio es ira arraigada).
En la concepción cristiana sobre la cual se construye nuestra cultura, los siete pecados capitales son: lujuria, gula, avaricia, pereza, envidia, soberbia e ira.
Según el catecismo católico en su estudio de los pecados capitales, la ira, ese pecado capital que arrastra a gran parte de la población que odia en Estados Unidos, es un «sentimiento descontrolado y desmedido de rabia o enojo, que impulsa a cometer actos de violencia física contra otros o contra sí mismo». La ira, dice en manual de la iglesia, «se relaciona con la impotencia ante la realidad y la impaciencia, y despierta actitudes como la discriminación y el ajusticiamiento al margen de la ley».
Esos 7,314 delitos de odio que reporta el FBI para el 2019 en Estados Unidos, fueron acciones cometidas contra personas de las minorías, por discriminación de raza, religión o preferencia sexual: negros, judíos, homosexuales o latinos, que han sido colocados como objetivo de ataque por grupos de personas que por miedo, ante un mundo que cambia muy rápido, y ante la impotencia de detener esos cambios.
Si el odio, esa enfermedad que nos afecta a todos en este país es pues, desesperación, la paciencia será la cura.
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